¿Cuándo una nación ingresa al territorio cenagoso y casi terminal, triste y amargo de la decadencia? ¿En qué momento los órganos vitales nos traicionan, abandonándonos uno a uno a la suerte de la descomposición que renuncia a la vida por la sobrevivencia mediocre? ¿En qué momento la pequeñez malhadada de los minúsculos poderosos y disminuidos comienza a pervertirlo casi todo?

El primer signo de este estado político malsano, que suele generarse durante décadas, es el apego enfermizo y ciego al pasado, no a la Historia, que la Historia, aunque de continuo el poder no lo entienda, la Historia verdadera es la marcha hacia el futuro.

¿Cómo entenderlo en un país en el que siempre, prácticamente desde párvulos, te sorrajaron una y otra vez que lo mejor de nosotros está en las correrías heroicas de Benito Juárez, en el martirio prodemocrático de Madero, o en un Moctezuma que recibe a Hernán Cortés obsequiándole, casi vencido, un puñado de caracolas de oro?

La decadencia, esa degeneración del todo que rompe puertas y ventanas, la vida pública, la íntima, anulando la generación de ideas y avances, se genera con los años aunque el descuido, las negligencias del poder y la voracidad de sus élites económicas y políticas hayan tapado el desastre que venía.

¿Cuándo comienza o se manifiesta con toda nitidez una caída de tantas consecuencias y estertores? Cuando la matazón y la barbarie sepultan la unidad y el acuerdo. Cuando un país se divide. Cuando las élites todas, incluidas las que fueron y son oposición, se convierten en facciones o violentas pandillas muy contrarias al interés general. Cuando desde el poder y el contrapoder se lucra con la pobreza, la ignorancia y la desinformación. Cuando la soberbia, el Yo y el Ello parecen carta constitucional. Cuando se encumbran los hombres fuertes sobre las sociedades rotas, débiles o pusilánimes. Cuando se impone la corrupción política, que no sólo consiste en el simple y conocido saqueo del erario sino en la destrucción irresponsable de la concordia. Porque corromper políticamente a un país es negarle el futuro por la obcecación o la liviandad personal. Recuérdese a C. Salinas y a V. Fox (esa es la Historia que no debemos olvidar.)

El declive, el ocaso, la franca descomposición comienza cuando el Ego incontenible y mayúsculo -D. Trump, V. Putin- pretenden imponerse.

En nuestro caso, país matón, país de matonerías políticas intermitentes, la degeneración irrumpió con los balazos del mitin de Lomas Taurinas, pasando por Acteal, Atenco, hasta llegar a Ayozinapa y a los jesuitas de Chihuahua.

México hoy, país convulso, agraviado y agravado por el espíritu matón que casi sepulta nuestros logros democráticos.

¿Qué nos resta? Asumir en serio el derrumbe, criticarlo, debatirlo, para seguir avanzando en una transformación que nos incluya a todos.

Todo depende del valor y la oportunidad que le demos hoy a la política, a las ideas, a la inteligencia social franca y verdadera.

Todo depende de la inteligencia y el ánimo con el que identifiquemos las líneas cruciales del horizonte del mundo y de México.

Todo depende de nuestra disposición a combatir el monólogo del ensimismamiento.

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