El país de los innumerables e insoportables muertos, ha entrado en un punto, sí, muerto.
Y no es porque México esté a punto del cementerio.
La nación, enemiga tenaz de la democracia, precipitada por las omisiones, excesos o ineficacias de su gobierno, vive una desordenada y nutrida disposición de los elementos de su mecánica que es incapaz de apuntar hacia futuro diferente.
Como todos los puntos muertos, el de México es muy peligroso, pero podría ser útil o esperanzador. Todo depende de cómo resolvamos el grave y decisivo dilema político del momento: o empujamos entre todos el coche con el motor ciertamente parado o la presidencia, obstinada en sus doctrinas y visiones, con el motor partidista más que encendido, se avalanza hacia el 2024 pensando que no va hacia atrás, con todo y país, sino hacia adelante y por mucho tiempo.
Venimos de experiencias amargas en este sentido. Después de la modernización pervertida que culminó a balazos, cuando el coro de madrigalistas de la democracia sin adjetivos nos traía de la seca a la meca con sus canciones de cuna vivimos, como remate del engaño, el inconveniente del punto muerto del ciclismo. En ese entonces, yendo ya cuesta arriba con el imparable Estado mafioso, el pedaleo y la buena voluntad de una sociedad ilusa y porfiada resultaría insuficiente para mover la bicicleta.
En el 2018, esa sociedad, a veces amante seguidora de los espejismos sin horizonte o sin nada más que el canto de la esperanza, se volvería a volcar —incluidos los aspiracionales que hoy no caben en el Tsuru de Palacio porque fueron, como los ricachones de los fifís, expulsados.
Cuatro años después, rebasados por la cerrazón, al observar día tras día los embragues riesgosos y fallidos de la máquina del poder ante los frentes externo e interno, esa nación apenas se agazapa, se asoma o ya no mira ni se interesa.
Cuatro años después, en un país dividido, enconado, en el que el odio, la mentira en política y los radicalismos mezquinos determinan el temor o el repliegue, parecemos avanzar en dos vehículos. Uno, el de todos, que ha sido abandonado en la cuneta, con las bielas rotas y sin conductor. Y el otro, el que se encierra, muy lubricado y oneroso, después de las cruentas e inaceptables, indignas refriegas, que comienzan muy de mañana, contra todo semoviente político o social ajeno a la lista de los beneficiarios del Bienestar.
Atrapado por nuestra Historia de bronce, como todo mexicano que se respete, cuando me da por pensar en el desenlace de nuestro punto muerto, cuando discuto con mis amigos y compañeros de sueños sobre cómo enderezar el destino que se avizora nefasto, pienso en los momentos en que el país, más que necesitar hombres iluminados y grandiosos, requirió de un sistema conforme a los grandes problemas nacionales de la circunstancia. Después del “país de un solo hombre” vendría el Estado moderno, consolidado por la generación de Juárez. Después de Porfirio Díaz, el régimen revolucionario y su partido.
Después del presidencialismo autoritario, corrupto o desbordado de las últimas décadas, México, remontando el punto muerto que lo desconcierta y agobia, podría avanzar en ese sentido.