La fuerza de un país depende de su capacidad para distinguir lo universal de lo particular y de la destreza y claridad con las que procure la consonancia.
Una nación puede ser su identidad y el riesgo de estropearla de tanto ansiar la diversidad (Estados Unidos) o, como en el caso de China, el peligro de no lograr la diferencia por la incontenible procuración de la identidad.
Una nación puede ser también la experiencia de un puntual equilibrio y, de pronto, como en la Francia de Macron, la convocatoria a postergar las exigencias de lo genérico para atender lo concreto.
En esta tesitura, uno de los yerros mayores podría consistir en querer interpretar al mundo a partir del desasosiego propio, de poner en suerte la cultura del ensimismamiento como lo proponen algunas voces un tanto rancheras de México ante la crisis de crisis como la que hoy aturde y desorienta al mundo.
Para ingresar y sobrevivir en el territorio indescifrable e inasible que se ha dado en llamar —en la plenitud de la ansiedad— “post-pandemia” o “normalidad”, quienes toman decisiones desde el gobierno o actúan a partir de la esfera pública y la inteligencia social, estamos llamados ahora a no confundir perspectivas. A no creer que se han vislumbrado horizontes donde predominan el espejismo, los falsos senderos, nuestras congojas y vetustos criterios parroquiales.
Como si se tratara de un conjunto de supercolonias de hormigas que perdieron su agujero y su convivencia estable, el mundo, que se ha disparado nerviosamente hacia muchos lados, vive la agresividad del hormiguero que no obstante el derrumbe de cámaras y túneles se empeña en no sucumbir. Como las violentas y peligrosas hormigas rojas de la Amazonia (que sobreviven porque caminan en el agua luego de cualquier inundación), han renacido las explosiones de odio, de discriminación y los supremacismos, y, cerrándose las fronteras, los escudos, cantos y banderas de un indeseable nacionalismo.
Ante los nuevos e inéditos desafíos y las mutaciones sin fin que se advirten en el planeta de los quicios perdidos, México podría correr el riesgo de insistir demasiado en lo suyo, y, peor, en lo propio que ya fue, en ese pasado maravilloso y milenario que, mal requerido, podría remitirnos a la decadencia.
Porque la Historia, acervo infinito de lecciones, no puede darnos hoy todas las respuestas que se necesitan.
Después del logro y la aplicación de una vacuna eficaz ante el Covid 19 que logre disipar la incertidumbre, una crítica y profunda mirada hacia la naturaleza, la salud y la alimentación, la tecnología, la ciencia, la cultura y la educación estará en el centro las soluciones globales que exige la crisis de crisis de la globalización.
México cuenta con una Diplomacia abierta y solidaria, no ensimismada ni apocada, que busca equilibrar las aspiraciones y necesidades que tenemos con los destinos de un orden universal que está avanzando hacia una compleja reinvención.
Y la Diplomacia Cultural, una de las prioridades de nuestra política exterior, avanza comprometida en un proceso de innovación con el que, sin descuidar lo mejor de nuestra herencia, intentamos dejar atrás todos los estereotipos y deformaciones del viejo Estado cultural postrevolucionario en buena medida responsable de nuestras inclinaciones al ensimismamiento y a la percepción atrasada y burocrática del que debiera ser un proyecto viable y moderno.
Porque, a estas alturas de nuestra Historia, llena de cambios políticos, sociales y culturales, todavía hay quien piensa que el problema de la Cultura y de la Diplomacia Cultural en México radica exclusivamente en el problema del presupuesto y no en la carencia manifiesta y atroz de ideas por realizar y de una crítica ajena a la razón burocrática y al peso de un pasado que nunca fue mejor.
La pandemia, a pesar de todos sus rigores y angustias, sigue siendo, en este sentido, una gran oportunidad para crear y debatir con gran visión y honestidad.