Era diciembre de 1975 cuando Michel Foucault, el gran Michel, amigo, sabio, subvertidor del orden, destructor de uniformes, cárceles, aulas, insignias, diplomas y banderas, y, sobre todo, de los más sacrosantos dictados de la historiografía del poder, el placer y la sexualidad, estaba a punto de concluir una conferencia en Belo Horizonte.

De pronto, alguien del público brasileiro se atrevió a interrogarle: ¿Quién es usted? ¿Cuál es su especialidad? ¿Desde dónde nos habla?

Atacado de risa, con los brazos en cruz sobre la barra de un bar cercano al Collège de France (Sorbona) donde acababa de dictar su seminario sobre “Los Anormales”, Michel iba y venía con el recuerdo lejano de esa simplona y tropical requisitoria de identidad que quién sabe por qué de pronto se fue a instalar entre nosotros.

¿Quién soy?, ¿Por qué siempre —demandó— debemos ser los prisioneros de nuestro propio perfil? ¿Quién inventó eso de que la autoridad se gana a punta de galones de competencia, doctorados y “expertise”? ¿Por qué no puedo ser simplemente yo y mis angustias?

Después de servirle al Maestro una copa más de Sancerre, comenté:

—Creo, Michel, que somos sobre todo lo que no hemos sido, lo que se quedó, despreciado, atropellado o suspendido en la libretita de lo más querido, pero entre los eternos “pendientes”.

Balanceando la testa, después de resoplar como sólo saben hacerlo los franceses, Foucault se encarreró al minuto con su desencanto reciente con el Marqués de Sade, que me llevaría, veinte años después, a escribir un extenso poema, “Adiós al sargento del sexo: In Sade We (ya no trust)”, que se incluyó en mi libro Poemas para quienes no han conocido al coyote (México, Bonobos, 2015.), que el buen Michel ya no conocería.

Mucho tiempo antes de mi encuentro con él, el tema de la identidad vagaba en mí entre la poesía, el Derecho y tiempo después, de una manera casi tormentosa, la política, que no el poder. Aunque la política suele ser la puerta de ingreso para darle vuelo a esa ambición insana e irracional.

Sudándome las manos, un día de 1970 me vi aterrizando, con mi aspiración noña y abogadil, en el O’Hare de Chicago, apretados los dientes, el alma y el corazón en quién sabe qué lugar.

Ahí, sin la alegría del verano, me esperaba familia migrante porque después de su abandono el avispón paterno nos había confinado a medio sobrevivir en la ribera del Michigan Lake, Condado de Cook.

Fábricas ruidosas, máquinas punch express mutila dedos, peligrosísimas, madrugadas de invierno en el free way, bosses, gritos, insultos y desconsidraciones, only english, acoso laboral y lingüístico perpetuo, síndrome del jamaicón y otros síntomas más duros o crueles, sin olvidar los heroicos sábados de Lemon Fab para lavar y los domingos de burritos para tirarte a renacer un poco.

Al momento de poner mi corazón en el obraje de Chicago, trabajé en una fábrica donde Harry, un muy nervioso boss polaco y yo éramos los únicos hombres de una factoría que tenía 150 trabajadoras afroamericanas que parloteaban y reían sin parar, burlándose, todo el tiempo, a más no poder, de nosotros, mientras armaban cientos y cientos de lámparas de tela. ¿Se les antoja una mejor academia para aprender que la tolerancia no es sólo un buen concepto internacional sino una bárbara autocontención que la vida te impone sin deberla?

Yo tenía 19 años, tarjeta azul de inmigrante y acababa de publicar un primer libro de poesía bastante inundado de melancolía, de ausencias de amor y de no pocas noticias del sol y del pan, claro está. En 1986, además, la editorial Verdehalago publicaría una reunión de mi obra: Poemas para los de sol.

Y ¿por qué diablos el poeta que iba creciendo en mí no había sido capaz de contener entonces los ímpetus del pequeño burgués aspirante a Licenciado que tanto me distraía y apretaba el cuello?

(Semana próxima: Memorias IV: Bar du Marché.)

Poeta e historiador.

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