A mi me salvaron en aquél tiempo maravilloso, bastante duro y ridículo, el sol, el pan y el mar.
Los rayitos, muy calientes del astro cronológico, estaban sobre mi, sin fallar, cada tarde. Como quemazón sutil el deseo feroz, mientras que a mi, como ameritado lagartón, me daba por disfrutar el asedio con mis pantalones almidonados, muy limpios, crujientes, sobre un par de apolillados tablones.
Me ampararon esos días de savia y fundamento. Pude hundirme, tal vez. Pero un día decidí nadar hasta la isla. ¿Por qué? Desde los catorce años no hago más que repetirme esta pregunta y confirmar mi resolución de siempre.
Desde los 14, esiempre he vuelto a lo mismo.
Mi historia, en relación con el pan, es muy breve. Entre las cuatro y las siete de cada mañana, sin camiseta, sin más ruido que el ceremonioso amasar de harinas, azúcares, canelas y levaduras heterogéneas, aprendí a hacer el pan de mis compañeros de cautiverio: ¡como cuatrocientos cincuenta bolillos y semas, semitas, con un puño de piloncillo arriba, cada mañana, caray, las semitas, que eran como mujeres locas, dulces, vivas, adorables dones del despertar!
Sin la paternidad del rey sol, sin la blancura y las sombras de la panadería, y hoy sin el mar, yo hubiera podido, podría, por qué no, ser víctima de la muy temprana, nada amistosa, testaruda muerte. Porque, dadas ciertas condiciones, la ciriqui ciaca sólo es capaz de jalarle los pies a la gente ociosa.
Poco después vendría la historia de mi certificado de primaria, superado ya el DOS en Aritmética pero de ningún modo la perturbación que años atrás fue capaz de generar en mi una maestra con Trastorno Post Traumático por la ausencia reiterada de coyote en su vida.
Acerca de la foto que figuraba en mi certificado, un primo que la vio me dijo de inmediato que me parecía mucho a Elvis Presley, porque el día de la toma del retrato yo llevaba un uniforme caqui con insignias azules muy parecido al que Elvis lució cuando fue a cantarle a los soldados americanos del frente de Corea.
No sé si mi primate querido hizo el comentario nada más para joderme, pero recuerdo que me sentí muy bien, al grado que en cuanto pude escurrime fui al espejo del baño para constatarlo.
Jamás conocí, por cierto, el territorio afro, el Memphis sureño, americano, elemental, fatídico, del contorsionista de cabellos grasientos que rebramaba como ciervo herido, como búfalo suelto entre los piscadores de algodón de Nueva Orleáns que trabajaban llorando.
Todavía no comprendo por qué la gente puede trabajar inundada de lágrimas.
Cuando tenía 14, tomé la decisión de ser el próspero licenciado que nunca fui, amarra pleitos o amarra navajas para desfalcar a pobres o pudientes en callejones y juzgados. Abogadazo pues, pajarraco de cuenta.
El sol, mi justificación y origen, estaba por tanto a punto de nublarse. Mi pan iba ya a la deriva y el mar, mi mar de futuro, a punto de hundirse.
Traicionaba yo, casi, al adolescente de 14 que un día juró jamás doblarse.
Pero qué importaba, yo quería tener mi poderoso despacho de leguleyos sin ley y sin límite, y quien quita y si con el tiempo podría comprarme, por qué no, un sol para mi solito, una cadena de panaderías o un estanque propio, de perdis, donde pasearme en velero con mi rubia.
Por eso me comprometí más y más con el Derecho Mercantil, con el tema de las quiebras y los deshaucios, con el Derecho Familiar (divorcios, sobre todo), teniendo como biblia las Institutas del Emperador Justiniano, que comenzaban, en su Libro I, con un seductor latinajo: “Juris precepta sunt haec: honeste vivere, alterum non ledere, suum quique tribuere. Traducción: Los preceptos del derecho son: Vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo.“
¿Honeste vivere en un mundo, como se decía entonces, demasiado ratón?
La semana próxima: Memorias (III) En el más absoluto desamor.