Nací sobre un montón de canteras grises, altiplanas, lamosas, bastante frías y rosadas, que daban piso al “sanatorio” donde la vida solía alumbrar.
Vine al mundo en un cuarto sencillo, donde mi madre gritó, aulló y recontra vociferó porque aparecí demasiado cabezón. Mi madre y sus gritos que mucho tenían qué ver también con los abandonos perros de mi padre.
De lo ocurrido entre la parejita, recuerdo bastante poco. Y no tengo presente, por ejemplo, si alguna vez, juguetón, inocente, o ya verdaderamente entrenado para el difícil arte de sobrevivir entre mentiras y fantasmas, le dí de plano un cucharazo o un sonajazo, vomitada, meada jugosa, o algo parecido, a mi padre, desde una periquera típica y fea, mal barnizada, barata, con muñequitos absurdos, ¿Pluto y Mickey Mouse? No lo recuerdo.
Como perico solo, muy calladito, con mis patas amarillas, a veces moradas, como perrito sin dueño, también, aunque suene lastimero, desde la periquera, que era una silla alta, como torre atalaya, yo miraba al mundo, moviendo sin ton ni son, la cabeza, como la mueven los niños tratando de explicarse ¿por qué?
No lo tuve. Un día se fue. ¿A dónde? No lo sé. ¿A Comala? El cotorro mayor. Avispón de miedo.
Aunque ahora vive en mí, circulas frente a mí, como un tiburón amenazante y odioso cargado de malos recuerdos.
Estoy comenzando, pues, a entender a Hemingway y a tantos otros peces, verdaderos weyes, zarandeados por la tristeza que precipita la barbarie paterna del mar.
Acude a mi justamente en este sentido Pier Paolo Pasolini con su sabiduría de grandeza: “Uno de los temas más misteriosos del teatro griego clásico es que los hijos estén predestinados a pagar por las culpas de los padres”.
Luego del vuelo del cotorro mayor vendrían muchas escuelas y decepciones. En segundo de primaria estuve en tres, y, claro, reprobé, nomás de mi puro retraso mental.
Mi maestra, una gorda y fea que jamás, como aseguraba Victoria mi abuela, nunca había conocido el placer del coyote, con la blusa desbordada, un poco percudida, se atrevió a anunciar en pleno patio de la escuela que yo había sido el burro inigualable y genial en sacar DOS en Aritmética.
¡Oh!
Cuando llegué a la otra ciudad, al lugar ese del orfanatorio mencionado donde nuestros queridos, amorosos padres, nos dejaron, con delicadeza, a dormir, entre negras flores, la larga noche de la vida, empecé a escuchar un ruidoso tam-tam.
El día que aterricé en el orfanato, fue un día muy peculiar: 22 de febrero, cumpleaños de mi madre que, por cierto, se llamaba Margarita (santa, penitente, cuyo cuerpo se conserva, incorrupto, en Cortona, Italia central, provincia de Arezzo, fundada por los etruscos), era también el aniversario del asesinato de un presidente torpe, Madero, bastante ingenuo el líder de la democracia. Tam-tam, se oían, a lo lejos, muy cerca del corazón, los tambores del homenaje al mandatario caído, sacrificado, por su debilidad o confusión, mientras yo, también muerto, o, por lo menos triste (que morirse es ir viviendo, despacito, con el tiempo, eso), sólo pensaba en el estreno del amanecer.
Siempre.
Como loco, enfermo de sol, necesitado del rayo divino, pero, sobre todo, de un poco de paz, todas las tardes, cuando el orfanatorio entraba poco a poco en sus silencios, mi gusto solitario, tranquilo, solito, bastante individual, narcisista, era poder treparme en la grada más alta del abandonadero de niños para, entre dos y media y tres de la tarde, recostado, hacia arriba, con los ojos cerrados, manos sobre el esperanzado pecho (¿qué sentimiento más?), recibir los benditos rayos de Fabio, rey sol, maravilla de vida, que caían en mí en ese tiempo del desierto como gotas de un amor increíble.
A mí me salvaron, creo, en ese tiempo maravilloso, bastante duro y ridículo, el sol, el pan y el mar.
Le contaré por qué.
(Próxima entrega: Memorias II: ¡Te pareces mucho a Elvis!, me dijo mi primo.)
Poeta e historiador