Todavía no se extinguían ¿se extinguirán algún día? los fogonazos y lumbres del crimen en varias ciudades de Jalisco y Guanajuato cuando, el viernes 12 de agosto, de madrugada, una oscura voz invadía mi teléfono para conminarme por segunda vez a callar en mis críticas al Presidente. Por lo pronto, consciente a fondo de la situación que vivimos, guardé la calma para comunicar más tarde a EL UNIVERSAL que en protesta por el hecho no publicaría mi artículo del día siguiente, como lo anuncié en redes sociales.
¿Quién fue? En eso estamos. Muy difícil saberlo con precisión, aunque las primeras pesquisas podrían llevarnos a concluir que el indignante amago al disfrute de mi derecho a la palabra provino de una de las camarillas que trafican con el poder que se asienta en Palacio. Para alguien conocedor de los trasiegos y miserias que suelen darse en el sistema con motivo de la sucesión presidencial, las amenazas podrían provenir justo de la misma camarilla que hace un año maquiló mi renuncia como responsable de la diplomacia cultural de México a través de una onerosa y muy montonera campaña en internet y de dos o tres contundentes disparos desde los subterráneos del poder nacional. Pero todo esto no me llama al desconcierto sino a la preocupación reiterada de por qué México no ha podido cambiar para construir y consolidar una casi desaparecida o despreciada democracia basada en el respeto a la palabra y sobre todo a la vida de sus ciudadanos. Por ello, no podemos guardar silencio ante un gobierno inexplicablemente consagrado a sus trenes, refinerías y aeropuertos, sin comprometerse a fondo en el asunto grave y creciente de los innumerables muertos, mujeres, niños inocentes y pobres muy pobres, familias y legiones enteras, que ante el abandono del Estado buscaron la protección del crimen. Para este México bárbaro, víctima aún de las epidemias, de la cultura del arma de fuego que ha dejado prácticamente insepultos a miles de miles, la sociedad, nosotros, debe ser una especie de nueva y poderosa Antígona para reclamarle a Creonte, como escribió Sófocles, el por qué de los muertos y de su abandono.
Escribí, no hace mucho en este mismo espacio que el país, este país amado en el que yo no he perdido la fe, necesita hoy, sin demora, más amaneceres que mañaneras.
Nunca, en las tres o cuatro ocasiones que he servido al Estado mexicano, lo hice como miembro de algún partido político y no he sido adicto ni simpatizante de eso incomprensible y retórico, bastante enredado o barroco, que llaman “la 4T”.
He sido, sobre todo un poeta que mira y escribe con toda honestidad, anhelo y pasión por su país. Un académico, historiador, que piensa que nuestra historia no está en los bronces super trasnochados de Juárez o Madero, sino en el futuro, en los jóvenes y mujeres que son las nuevas inteligencias sociales del mundo y de México.
Agradezco a los lectores, a los amigos que condenaron por diversos medios lo ocurrido en la madrugada del día 12. Y a EL UNIVERSAL, cuyo apoyo de siempre me han convencido de persistir no obstante los riesgos y las pequeñeces de las camarillas del poder.