Para mi hija Alejandra, alma sensible, inteligencia y asombro.

Hay palabras que corren lentas, pausadas, morosas, que luego, a toda marcha, como si fueran liebres o más bien búfalos de maldad o rencor, devienen en cómplices de lo más despreciable para el hombre.

Así, la palabra tortuga (del lat. Tartaruchus, “demonio”) que un día se transmutó en tortura, tal vez porque los orientales y los antiguos cristianos encontraron que ese reptil prehistórico y sauropsida, por habitar en el lodo, era la personificación del mal y la herejía.

Qué rápido atravesó los siglos el animalejo malo y feo, pleno de impunidad por su caparazón, para instalarse en todas las galeras de policía del mundo donde adoran a la endemoniada Tartaruchus.

Hay palabras y voces odiosas que nunca debieron haber existido y proliferado con la ferocidad ingrata en que lo hicieron, como el neologismo desamor inventado por un tal señor Lacan que de inmediato cobró más y más obsesivos adictos practicantes.

Hay vocablos que llenan de miedo a la mediocridad gobernante del planeta, como pensamiento y crítica, que han sido tan brutalmente proscritos que muchos podrían haber olvidado que son armas para enderezar, podar o derribar árboles torcidos.

Hay palabras como fémina, que vino a terminar, por el más absoluto desamor a la vida y a ser humano, en feminicidio que, a su vez, se convirtió en sinónimo de pinta, grito, monumento y sordera.

Hay palabras de moda como confinamiento que, en muchas partes del orbe, significa encierro con tu golpeador.

Hay palabras benignas pero efímeras, como democracia, que a pesar de los clamores, de los abusos y extremismos dominantes se fueron, sin dejar rastro, un día nada más.

Hay nombres, palabras propias, dolorosas, que nos siguen partiendo el corazón, como Ayoztzinapa, Atenco, Acteal, que, como es de imaginar, un día se encontraron en el camino con la tortuga, más bien, con la ira y el cruel desamor que rebasa, por la izquierda y por la derecha, los horizontes analíticos del tal señor Lacan.

Hay palabras que da pánico soñar: desamor, desamor y desamor.

Hay términos que ojalá muy pronto, ya, no mañana pero si en un tiempo muy cercano a nuestra fuerza y esperanza, desaparezacan por decreto: tapabocas, ventilador y distancia.

Hay palabrejas, insoportables, que durante todo el siglo XX y el que llevamos, inundaron todos los rincones del mundo a punta de desamor y pistola, como barbarie, barbarie y barbarie.

¿Cómo, con qué, para qué sustituir a esta semántica infame, hasta perversa, de este tiempo nuestro que no ha tocado fondo porque ni fondo tenía?

Hay palabras nobles como cultura que podría servir en esta hora de confusiones y tentaciones mil por la restauración imposible del mundo anterior, para resignificar la vida. La cultura en la defensa y la reinvención de la vida.

La palabra vida viene y vendrá en adelante mucho a cuento, como exigencia.

¿Que la falta de camas, de vacunas, de hospitales, no es resultado de una economía y una política que hizo de la ganancia salvaje su motor existencial, despreciando el bienestar y la vida digna?

Hay una palabra que apenas surgido el bicho de Wuhan perdió su vigencia, no obstante que cruza y vuelve a cruzar por el cielo de las infancias de tantos y tantos: globo.

Se globalizó, pero se dejaron tantos mundos abandonados y expuestos, como el de la salud, el medio ambiente, la cultura y la educación.

Muchos pensarían que debíamos incorporar al léxico de combate un nuevo término: desglobalizar.

Pero tampoco se trata de partir y quebrar a un mundo que, con pandemia y sin pandemia, vivía ya muy fragmentado, renacido con vigor y hasta con furia, en sus nacionalismos racistas, en sus discursos de odio y supremacistas, criminales.

Podríamos tratar de generar con la cultura, una cultura defensora de los valores y de la vida, una nueva conversación internacional que promueva la nueva solidaridad global y de cooperación que el futuro necesita.


Poeta e historiador. Director Ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE

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