¿Cuáles son las grandes tareas que tiene enfrente la Diplomacia Cultural de México en estos tiempos turbulentos, aciagos, pero tan prometedores del mundo?

¿Insistir en los estereotipos, tratando de salvarlos inútilmente, con el maquillaje tricolor/folklorista, demasiado corrido, agotado y aceitoso?

¿Crear —parafraseando al Che Guevara ante Vietnam— no una, sino cientos, miles, millones de Fridas/cliché por el planeta?

¿México quiere seguir insistiendo en estar en el mundo a partir de sus ensimismamientos, del modo de ser, en la cultura y muchas cosas más, tan singular y único?

¿Qué no podríamos pensar en estar en el mundo sin la pura ambición de colocar la “marca” que luego, para acabarla de amolar, suele revertirse con consecuencias?

Como cuando una simple pero aparatosa película (007 Spectre) precipitó la falsificación internacional de nuestra celebración doméstica y familiar del Día de Muertos, a la que se agregarían no sólo el trepidar de los helicópteros, de las ansias matonas de Daniel Craig, sino los desfiles callejeros hasta entonces inexistentes?

México es una “potencia cultural”, lo he escuchado infinidad de veces. No me queda duda.

Pero el mundo quiere que estemos hoy, creativos como somos, solidarios como hemos sido, en las nuevas causas.

Bienvenidos los moles, las pirámides y los piquines, tamalitos sabrosos de frijol que nos dan identidad.

Ah, y las torundas.

El mundo necesita que nos presentemos de otra manera en la cultura porque han renacido, de una manera indignante, a partir de la crisis sanitaria, nuevas explosiones de discriminación, supremacismo y los discursos y crímenes de odio.

Porque con esa crisis ha quedado al descubierto la forma depredadora con la que nos hemos relacionado con la naturaleza a la que, para resolver nuestra conveniente distancia desarrollista con ella, un día se resolvió denominarla simplemente como “medio ambiente”.

Porque todas las formas de acción estatal o gubernamental que las sociedades han identificado como incapaces de enfrentar con eficacia y verdadera entrega para resolver las incertidumbres y angustias de miles y miles de seres humanos, nos llaman a construir una nueva solidaridad global.

Que demos paso, para lograrlo, a la nueva inteligencia social que no es otra que la inteligencia que en el origen fue universitaria.

Esa forma de inteligencia, de conciencia crítica, que los intereses de una parte del mundo, destinaron un día a la hoy absurda separación entre las “Ciencias y Humanidades”.

Hoy, en una suerte de parvada, se está dando el encuentro prometedor de los distintos saberes y creaciones del planeta.

De esa parvada venturosa de matemáticos que conviven con poetas, activistas, ingenieros, cineastas, músicos, filósofos, ambientalistas, periodistas y artesanos, es que la convivencia del mundo podrá cobrar una nueva forma.

Para estar a tono con el llamado de la parvada, tenemos, debemos hacer el esfuerzo de discutir mucho en un país que, por desgracia, no discute casi nada.

El mundo, el futuro del mundo, está pidiendo a gritos, en medio de un duelo que no todavía hemos podido vivir, que instalemos la conversación como el mejor camino para superar la separación, el cierre de fronteras y, sobre todo, las explosiones de odio y racismo frente a los asiáticos e inmigrantes primero y, luego, contra las comunidades afroamericanas de Estados Unidos que se han extendido.

Propongo, en el país que no siempre debate, que discutamos el valor de la cultura frente al odio, la nueva relación de la cultura con la naturaleza , cómo vamos a contribuir a una nueva solidaridad global y cómo impulsar, dar paso franco, a la inteligencia social del futuro.

Propongo que no nos condenemos a la resignación y a nuestra permanente y conocida ambigüedad.

Que no quedemos atrapados, una vez más, “en el país del medio tono de los chingaquedito”, al que en 1972 se refirió Octavio Paz.



Poeta e historiador. Director Ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE

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