¿Cómo iremos a pasar de la sobrevivencia a la vida? ¿Qué hacer para que el pragmatismo indispensable de hoy nos devuelva la ambición del sueño nuevo que el mundo necesita? ¿Cómo vamos a reinventarnos para volver a las flores, a su color exacto y habitual? Y, lo más importante: ¿Cómo podríamos lograr que ese sueño nuevo sea el de una utopía ameritada en la justicia?

Tenemos necesidad de seguir guardando distancia, de conservar la calma, de mostrar como nunca arrojo y civismo, de abrir puertas y ventanas para ahuyentar al virus irredento mientras la inmunización avanza y nos reconcilia, en espera de la paz que el mundo exige de gobiernos eficaces y de economías no salvajes. De una ética justa, democrática, distante del puro y absoluto poder y cercana a la buena y creativa, imprescindible política.

Como parte de la prueba que debemos superar, es preciso, además, y sobre todo, que pensemos que el mundo que nos falta por construir está aquí, en este. Dentro de nosotros, alejado de nuestra memoria traumática, dispuesto a la evolución, a la solidaridad y al acuerdo.

A las ideas frescas que nos faltan.

El gran problema de los Chicago Boys y de sus seguidores fue que quisieron vendernos hasta la locura la idea de que podíamos “vivir” en un mundo ajeno y desemejante. Gobernado por la tramoya, alejado mil veces de la sociedad y sus sentimientos.

Porque el poder tecno-financiero quiso cancelar a un mundo fundado en la universalidad y la existencia de culturas distintas. La uniformación, el consumismo invencible y depredador.

El destierro, el desprecio de la vida plena, de la poesía como palabra y compromiso, como la sustancia que articula el todo.

La poesía como la palabra que consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia.

La poesía como posibilidad de concordia y destino, como principio del mundo de siempre que traemos vivo y más que vivo, en el centro.

Como en Atenas, donde la liturgia de la tragedia que reunía al pueblo todo en la exhibición de lo más oscuro y atroz de las pasiones humanas era capaz de suscitar la conformidad sobre asuntos públicos que podían desbordar a la política pero nunca a la conciencia sobre el valor de la ciudad, de la importancia de estar con los otros.

La poesía y la cultura, su mejor continente, como el camino supremo que hoy tenemos contra los atropellos a la naturaleza, los discursos de odio y la discriminación, la pobreza infame de la demasiada mayoría y la violencia, el abandono a su suerte de las mujeres y los niños indefensos, de los muertos, los abandonados de hoy sin honra ni sepultura, como Polinices, hijo de Edipo, hermano de Antígona, víctima de la sentencia de Estado de Creonte el rey de Tebas.

¿Cómo dejar atrás una globalización que resultó en tantos sentidos primitiva y arcaica? Habría que hacer la crítica de la modernidad que promovió para demostrar que la historia no siempre puede ir hacia adelante ni ser la mejor consejera.

Luego de casi trescientos días súbitos y dolorosos, hemos aprendido que lo mejor y más pertinente es el desaprendizaje de todo cuanto sabíamos sobre el mundo y nuestra vida en común. Que sería muy costoso y peor tratar de volver a lo de antes.

Necesitamos desaprender a Tomás Moro y abrirle paso a una nueva utopía basada en la justicia en todo y por todo. Una utopía que reestablezca el sentido de humanidad, construida por todos, que fecunde la esperanza que nunca hemos perdido.

Una utopía, con tiempo y lugar, para todos, surgida de nuestro coraje y de nuestras voluntades. No de islas lejanas o neblinosas. Una topos, u-topos, utopía, capaz de avanzar, no en el subsuelo, sino en la superficie.

Un sueño nuevo en el que sólo los ilusos se desilusionen.

Tenemos que persistir, nos queda todavía un arduo trecho que podemos aprovechar para inventar el sueño.

Poeta e historiador. Director ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE

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