Acorde con el pueblo de la Baja Edad Media, que no era ni tan noble, tan sabio o tan bueno como por ahí dicen, el Rey Feo era el tiranuelo tirano mandamás que padecía bastantes problemas físicos y psíquicos que lo arrastraban a causar los más ilimitados daños públicos y torpezas, por no mencionar las envenenadas agresiones con las que ofendía sin ton ni son, rencoroso. Egoísta y muy egoico, de modos irritables y monomaniacos desde siempre, temeroso al mero final, el feyón usaba encabritarse muy temprano cuando —a la hora de comenzar a ejercer su verbosidad— fruncía ceño y estómago por el fastidio que le generaba la creciente reprobación. Porque la gente, llamada entonces pueblo y no ciudadanía, acostumbraba burlarse del Rey a escondidas o de modo franco y ruidoso en la plaza mayor, sobre todo en tiempos de carnaval, como documenta Mijail Bajtin. Porque como contrapeso simbólico de sus disparatados lances y de su inaudita falta de autocontención, el pueblo, cliente cautivo de las bolsas y dádivas del bienestar, lo agasajaba mofándose. Durante el tiempo de las carnestolendas, el pueblo, riéndose a más no poder, llegaba con monerías mentirosas e insinceras con el tan odiado y odioso Rey, que se fingía bellísimo y colmado de popularidad. El ego de egos posaba a todas horas, relamiéndose, pensando que su reinado sería perdurable y digno de pasar a la Historia. Aunque el pueblo, ese que no era ni tan noble, tan sabio o tan bueno, fue muy indiferente con el monarca cuando este decidió trasladar su verbo monologante de palacio hacia una plataforma árida, gris y descomunal, conocida como El Zócalo. Porque el Rey Feo, egoísta y egoico, deforme y contrahecho hasta la exageración por sus desmesuras, pretensiones y manías, era llevado en andas por un pueblo ni tan noble, ni tan sabio o tan bueno, como podría pregonarse, en una silla sin ángel y lo que es peor, ya sin águila, cercada por hartos bufones, payasos y saltimbanquis de diversas categorías, condotieros, traficantes, prestamistas, fontaneros, amansa locos y sepultureros, y no poca gente común que mientras jaloneaba de forma desmedida al Rey, iba recibiendo los panes con manteca y sal de la mano de una prepotente princesa que pretendía disimular sus constantes desaciertos con la complicidad del egoísta y egoico mandamás del reino. Era la época de la Guerra de las Corcholatas, que terminaría en medio de graves sangrías e interminables rapiñas, y con un Rey sin corona que casi nada podía refrenar.
Estimados lectores:
La presente es mi última colaboración para EL UNIVERSAL, a quien tanto agradezco haberme acogido y apoyado en sus páginas. A partir de hoy me dedicaré exclusivamente a la conclusión de varias obras, como 2024: La Sucesión Presidencial en el precipicio y los crímenes de Álvaro Obregón y Luis Donaldo Colosio como pérdida de la memoria, que aparecerá a principios de 2023. Nos seguiremos encontrando en este momento nacional ciertamente duro y convulso del que surgirá, junto con las nuevas inteligencias sociales, la Nueva Política que reconciliará, reconstruirá y transformará de verdad a México. Estoy seguro, lo veo venir. Gracias a todos ustedes.
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