1. Las mejores elecciones de mi vida han tenido que ver con el amor.
No con el amor a la patria o a unos cuantos pinos, ríos, sapos y pedradas glorificados por José Emilio Pacheco en “Alta Traición.”
Las mejores elecciones de mi vida han tenido que ver con el amor, no con las pobrezas de la pobre política.
Elegí un día luminoso a la mujer con la que quería estar y permanecer.
Elegí los irish y las rosas que habrían de acercarme a ella por siempre.
Una noche fría de fogata en la montaña, viendo revolotear sobre el muro sus rubios caireles, como si se tratara de un súbito teatro de sombras, tomé la decisión para nada electoral de nunca alejarme de su franca sonrisa.
Y de no hacer fraude ni ratón loco o impugnación con eso.
Elegí, a mis 14, el día en que habría de quedarme huérfano para ser dueño absoluto de la república de mis horas.
Dueño de mi derecho a retrasar el pago de la renta de mi pequeño estudio porque en mala hora se me pasó la mano en la compra de algunos libros de Octavio Paz (Ladera Este, Cuadrivio.)
Cuando opté por la poesía y en esa medida por el nado a contracorriente, embarcado en la idea de revolución de Rimbaud y Breton, nunca en la de Pancho Madero, un honesto hacendado y espiritista mexicano que en 1910 tuvo como proveedora de armas -según Friedrich Katz- a la casa Krupp, la mismísima firma alemana que habría de surtir a a los nazis durante la segunda guerra mundial.
Elegí, el día en que no necesité ni aspiré a una credencial de partido, aunque mis más queridos y cercanos amigos, haciendo fila en el tobogán del PRI, se fueron convirtiendo, oh dios, con toda legitimidad y buenos principios, en diputados, senadores o gobernadores de una Revolución que haría del sufragio l principalísima y obsesiva razón de su existencia.
Preferí, cuando la vida me llevó a la fascinante e incomprendida vida académica, el estudio de movimientos sociales, más bien cívicos, frente al análisis de los aparatos de poder partidista en un sistema político tan autoritario y restrictivo como el de México, tierra de caudillos y caciques como la Alteza Serenísima de Santana en Veracruz o los insufribles matones guerrerenses de la Costa Chica.
Las mejores elecciones de mi vida han tenido que ver con el amor, no con la política. Porque hubo un día en que los herederos tricolores y autoritarios del “Sufragio Efectivo, No Reelección”, decidieron encerrar el juego político amplio y participativo de la sociedad en el reducido -y a la postre asfixiante- juego electoral.
Es decir: sin partidos y sin elecciones las posibilidades participativas de la sociedad en política casi no existen.
2. “La vida política mexicana en la crisis”,
Es el título de un volumen colectivo publicado por el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México hace 34 años, bajo la coordinación de Soledad Loaeza Tovar y Rafael Segovia, en el que este querido y respetado maestro incluyó uno de sus mejores análisis al que denominó, socarrón y anti solemne como siempre fue, más que justificadamente como “El fastidio electoral.”
Segovia se refería a que, 57 años después del predominio ya en declive del Partido Revolucionario Institucional, para no perder el monopolio del poder, la apertura democrática y la reforma política que promovieron Luis Echeverría y José López Portillo tuvo como propósito y resultado político fundamental el cerrar el juego político en el juego electoral.
La participación en la vida política, desde entonces y cada vez con más desajustes y deterioros, arrastra de modo inevitable a los mexicanos, a diferencia de otros sistemas políticos y ciudadanías, al muy limitativo y descompuesto campo electoral.
Para llegar a ser un país verdaderamente democrático México necesitaría comenzar a explorar otros caminos.