I. Las tres pasiones del ser
“Estás junto a mí, mi mano se refugia en la tuya. / Mi cuerpo se aprieta estrechamente contra el tuyo. Mi boca absorbe la tuya. / Somos un ser inescindible. / ¿Es el latido de tu corazón, es del mío? / ¿Cuál es el que siento? / Lo que resuena y se agita en mi sangre, / ¿No es un eco de tu sangre? / No hay un yo. No hay un tú. / Dichosos los límites.” (Melanie Klein, Grosskurth, 1990: 81.)
Y ¿qué ocurre, cómo te quedas cuando el amor con sus mieles te lanza así, nada más, sin consideraciones, lleno de desolación?
Y ¿qué, cuando pleno de extrañeza o nostalgia, de pronto te ves , con duelo o sin él, a todo galope montado en el odio?
Jacques Lacan, superando la ambivalencia freudiana amor-odio creó para remedio de nuestras almas en pena el neologismo “odioenamoramiento.”
El retorcido vocablo habría de acompañar en adelante, junto con la idea de ignorancia (indiferencia), las tres pasiones del ser: te amo pero puedo llegar a odiarte o a ignorarte por completo, y tú a mí.
Mas la solución lacaniana de la ambivalencia no alcanza a vislumbrar el horizonte social donde, de acuerdo con Freud (El malestar en la cultura), el amor es condición del lazo social ya que el amor pone topes al narcisismo gracias a las renuncias pulsionales que le pide al sujeto para vivir en sociedad. Por el lado sexual y el lado laboral.
Aunque en el mundo de barbarie de hoy, la pasión de la agresividad racista, que viene de muy lejos, se acrecienta día tras día generando odio y desamor sin freno.
II. Historia de un discurso nada amoroso
En el verano/otoño de 2018, en el Centre Caribeen d´Expressions et de Memoire de la Traite y de L´Esclavage, de París, pude apreciar una extraordinaria y sintomática exposición sobre la historia de cerca de treinta mil mujeres, hombres y niños, venidos de África, Oceania, Asia y las Américas, que fueron exhibidas -en persona, en jaulas de zoológico- en Occidente entre 1810 y 1930 en diversas capitales de Europa, según el modelo implantado por Carl Hagenbeck, promotor de exhibiciones humanas en el Jardin de Aclimatación de París.
Organizados por las potencias europeas para promover la “diferencia” y legitimar su violenta acción colonial, esos zoológicos humanos que estaban destinados a la construcción del discurso racista, tuvieron como antecedentes remotos, en el siglo XVI, la “colección” romana del Cardenal Hipólito de Médicis que incluía moros, tártaros, indios y turcos, y el zoológico del Emperador Moctezuma Xocoyotzin, atendido por 600 personas, el cual no sólo consistía en un auténtico zoológico, con un serpentario y un aviario, lleno de diversos animales traídos de Mesoamérica y Aridoamérica, sino que también exhibía a personas poco comunes como enanos, albinos, jorobados y a no pocos nauatlatos deformes.
Así, Alemania, Bégica, Italia, Inglaterra, España y Francia, vieron desfilar durante décadas la entretención dominical para admirar sobre todo a los negros traídos de África a quienes les lanzaban toda clase de alimentos pues los consideraban primates.
En el colmo, en 1889, año del primer centenario de la Revolución Francesa, dentro de la Exposición Universal, en el marco de la celebración de la igualdad, la fraternidad y la libertad, fue exhibida una familia de indígenas selkam, pueblo amerindio que hasta principios del siglo XX vivía en el norte y centro de la isla Grande de Tierra del Fuego.
Al parecer, los indígenas fueron raptados y llevados con cadenas hasta Francia para ser presentados como caníbales tras las rejas.
Los zoológicos humanos, que representaron el primer encuentro con “el otro”, fueron determinantes, no cabe duda, en la transición del racismo científico (teorías eugenistas) a al “racismo popular” que el mundo reproduce sin consideración por todas partes y en muy diversas formas.
Mucho qué hacer, demasiado por deconstruir.
Porque el viejo racismo hoy vive renacido por las teorías del separatismo o del reemplazo de las civilizaciones o culturas.