I. El gran desafío del nuevo poder: ¿cómo controlar a los intelectuales?
I. En 1921, un año después del Plan de Agua Prieta, la revolución sonorense (Obregón, Calles, De la Huerta) había logrado imponerse. Superados Madero, Zapata, Carranza y Villa, dos grandes temas interrumpían el sueño de Obregón presidente: la pobreza, el hambre y el descontento, después de 10 años de guerra y un millón de muertos, y el conflicto petrolero con los Estados Unidos que se resistían a reconocerle.
De una manera menos manifiesta, la necesidad de contar con un aparato ideológico que permitiera comenzar a encauzar una revolución social plena de efervescencias, intereses, incertidumbres y reclamos, no dejaba de estar entre los motivos del insomnio.
Convencido el Héroe de Celaya de que esa gran tarea sólo podría afrontarla con alguien como José Vasconcelos, uno de los más notables precursores intelectuales de la Revolución, le invitó, en 1920, a dirigir la Universidad Nacional y al año siguiente como titular de Educación Pública.
En muy pocos años el filósofo oaxaqueño habría de cumplir con la estratégica “misión” de proyectar el aparato cultural postrevolucionario a partir del impulso del nacionalismo en la educación y la cultura, y de un apabullante y efectivo ejercicio del mecenazgo oficial que desde entonces habría de convertir, salvo raras excepciones, a los artistas, creadores e intelectuales de México, en una suerte de fieles, casi juramentados seguidores y servidores del Estado.
II. “Fiestecitas” ante los grandes problemas de la nación.
Por otra parte, con el propósito de atemperar la crispación social, Obregón, emulando un poco las argucias del viejo Porfirio Díaz en cuanto a la utilización de la Historia, decidió que el mes de septiembre del 21 estuviera dedicado a conmemorar el Centenario de la Consumación de la Independencia, lo que vino a suscitar el rechazo del gabinete y, de manera especial, del propio Vasconcelos. Pasados algunos años, quien solía “hablarle al oído” al general daría a conocer la razón de su descontento: “Nunca me expliqué cómo un hombre de juicio tan despejado como Obregón se dejó llevar a fiestecitas ante los grandes problemas que —entonces— tenía la nación” (El Desastre, 1938.)
III. El hijo del Árbol de la Noche Triste.
La Secretaría de Relaciones y no la de Educación sería —quizá por ello— la encargada de organizar las Fiestas del Centenario de 1921 a partir de una agenda llena de actos más bien populistas, como la merienda para niños de La Alameda donde se regalaron, al final, ropa y zapatos, o el certamen “La flor más bella del ejido”, ideado por el Doctor Atl en Xochimilco.
Pero ninguna de las iniciativas del Canciller Alberto J. Pani habría de tener el efecto que tuvo la decisión de plantar en el jardín principal de Dolores Hidalgo un retoño del Árbol de la Noche Triste, o la de convencer a Ramón López Velarde que escribiera la Suave Patria como parte del festejo.
Tratando de llevar al bardo zacatecano a la vanguardia nacionalista donde estaban ya Rivera, Orozco y Siqueiros, el insumiso Secretario de Educación sería, no obstante, el encargado de atosigar día con día a López Velarde con el encargo.
IV. Cuando el poder vive alejado de la realidad y de casi todo.
Vistas las experiencias de recordación histórica de 1810, 1921 y 2010 ¿de qué pudo haber dependido su éxito o fracaso?
Sin duda, de la conducción, de la selección adecuada de temas y programas y de un claro deslinde entre Historia y actos de Memoria.
Pero la clave está en actuar rigurosamente de acuerdo a la circunstancia política para descartar toda posibilidad de tropiezo.
Como el ocurido con el Centenario de 1910, cuando sólo 66 días después (noviembre 20) de la gran inauguración de la Columna de la Independencia (septiembre 15), un estremecido pero soberbio régimen porfirista comenzaría a vivir el estallido de una de las revoluciones sociales más importantes del siglo XX.
Poeta e historiador. Director ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE