En medio del juego de las corcholatas, una nube cada vez más densa perturba nuestros días. Demasiadas las incertidumbres y los enojos que nadie se atreve a ventilar de forma abierta y documentada. Excesivo el sometimiento al dictum presidencial obstinado hasta ahora en la aspiración de perpetuarse en el poder en el 2024. Porque en el país que ha extraviado sus quicios por las omisiones e ineficacias de la estrategia de seguridad, sólo parece importar eso y la tramoya electoral, junto con la operación clientelar.

¿Por qué negarse a reconocer que la nación sobrevive en la anormalidad, que sufre y trepida en su ser malherido, cada vez más violento, pleno de desencuentros y sin remedio cercano? ¿Por qué perdimos la paz en el campo, en las ciudades, en las conciencias agitadas de casi todos? ¿Los asesinatos de niños, mujeres, jóvenes o sacerdotes, por hablar tan sólo de la parte más indignante y actual de lo que ocurre, son el incómodo y verdadero contrapunto de la Transformación iniciada en diciembre del 2018? Porque ¿es suficiente con argumentar tan sólo que perdimos la tranquilidad desde los tiempos de los corruptos “neoliberales”? ¿Qué es lo que tendría que hacer una inaplazable política de Estado hoy para superar los daños antiguos que cada vez más nos destruyen? ¿Por qué razón el poder nacional parece más concentrado en tratar de consolidar su continuidad que en romper, además, la de la descomposición política, criminal e institucional que viene, sí, del pasado, pero que por responsabilidad no debería menospreciarse? ¿Es posible acometer hoy una tarea política con dimensión de Estado en un país desunido, agobiado por los enfrentamientos y discordias de la clase política y las élites del poder, sin olvidar la desintegración territorial del poder estatal dado el avance del crimen organizado en todos los rincones del país?

Al estudiar el problema de la política desde lo colectivo, en su Historia de Florencia, escrita en 1520 por encargo de Julio de Médici, futuro Papa Clemente VII, Nicolás Maquiavelo atribuyó la ruina de la república-ciudad de Florencia a las desuniones, rencillas y reyertas de los hombres del poder y de la sociedad que fueron abriendo espacios para los odios, la violencia y el caos general.

“Primero se desunieron entre sí los nobles -escribiría el florentino- luego los nobles y el pueblo y, por último, el pueblo y la plebe. Y muchas veces sucedió que una de esas partes, al quedar vencedora, se dividió también en dos. De esas divisiones se siguieron tantas muertes, tantos entierros, tantas ruinas de familias, como no hubo jamás en otra ciudad de la que se tenga memoria …”

Para prevalecer como una nación con un futuro diferente al que hoy podría vislumbrarse pleno de alteración o inestabilidad, México no puede renunciar a darle continuidad a los cambios emprendidos y, al mismo tiempo, tratar de remontar o acotar los obstáculos de la decadencia.

Por ello, habría que dejar atrás los radicalismos, las banderías o el espíritu de facción que son contrarios a una solución política profunda, democrática y de Estado, como la que necesita con urgencia el país.

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