En un mar de enfrentamientos políticos, horizonte oscuro y una colección interminable de malas noticias, aparece la estimulante noticia de que el Premio Princesa de Asturias, el máximo galardón que existe en la lengua española, fue conferido a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Siendo la segunda feria del libro más importante del mundo, en verdad ya se estaban tardando en otorgar este reconocimiento. La proyección de la cultura y las letras hispanoamericanas le deben más a la FIL que a prácticamente cualquier escritor en lo individual.

Un esfuerzo que comenzó en 1987 de manera modesta, como una exhibición de novedades literarias y lugar de encuentro para las editoriales, se ha transformado en un gran bazar del pensamiento universal. Durante una semana, a inicios de diciembre, se exponen más ideas, más obras y se reúnen más intelectuales y artistas que en todo el resto del año combinado. Siempre me ha parecido que durante la FIL volvemos a encontrar la brújula, se debaten los temas de verdadera importancia para la humanidad, se eleva el nivel de la discusión y, empezando el nuevo ciclo, vuelve a imponerse la amnesia colectiva, la pobreza en el debate y la ruina del pensamiento.

La FIL es ante todo una muestra de la excelencia y el impacto que pueden lograr a nivel global los esfuerzos y el talento de los mexicanos. Cuando se vive la experiencia de la Feria, cuando escuchamos a las mentes más brillantes del mundo expresar su admiración hacia este foro, surge la certeza de que México posee mayor capacidad de destacar en el plano mundial que la que desplegamos cotidianamente. El prestigio y el poder suave de México podría ser inmensamente mayores si contáramos con más esfuerzos como este.

Todos los años la FIL selecciona a algún país como invitado de honor. El año pasado esa distinción fue para la India y este diciembre corresponderá a Emiratos Árabes Unidos, en representación de la vasta cultura árabe. Así, el magnetismo de la FIL atrae a todas las culturas que, auténticamente, hacen cola para exponer sus obras y su pensamiento en Guadalajara.

La única en su género que le compite a nivel internacional es la Feria de Frankfurt y en lo único que la supera es en el monto de los contratos que se suscriben entre escritores y editoriales. Sin embargo, nuestra FIL ha superado a su competidora alemana al sumarle expresiones musicales, de danza y gastronomía que en teoría no encajan estrictamente con la labor literaria pero que sin duda complementan y enriquecen la proyección de la cultura mexicana.

La FIL tiene como gran aliada a la Universidad de Guadalajara y a Raúl Padilla como compositor de la partitura y director de la complicada orquesta. Esto me recuerda que en México tenemos un grave problema para reconocer nuestros propios valores y talentos. No contamos con un sistema como lo tienen los ingleses nombrando “sirs”, los franceses condecorando a sus ciudadanos con la Orden de la Legión de Honor o como Japón que los nombra Tesoros Vivientes. Lo más lejos que llegamos en nuestro país es a otorgar la Medalla Belisario Domínguez, la cual es concedida invariablemente a alguna personalidad que cuente con las simpatías del partido con la mayoría en el Senado. Pero el problema es todavía más profundo en nuestra sociedad; pareciera que reconocer la labor, la inteligencia y los logros de otro paisano me quitara algo a mí. Resulta entonces que somos más hábiles para restarle mérito a quien lo merece que para reconocérselo. Esta actitud es un auténtico lastre nacional.

La reflexión viene a cuento porque, con el Premio Princesa de Asturias, España se adelantó a rendir homenaje a la FIL antes que los mexicanos, siendo una de las aportaciones más trascendentes y reconocidas de México al mundo. Enhorabuena a Raúl y todo su gran equipo.

Internacionalista

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