Entre México y Estados Unidos compartimos tres ríos internacionales: el Colorado, el río Tijuana y el Bravo. Las aguas que llegan a esos cauces deben compartirse entre ambos países a razón de tres litros para México y un litro para Estados Unidos. Así lo determina el Tratado de Límites y Aguas de 1944, lo cual merecería algún tipo de homenaje o reconocimiento por parte de la nación mexicana al grupo de negociadores que en aquel año consiguió este tipo de tratamiento. En la mayoría de los afluentes internacionales del mundo, las aguas se distribuyen de manera equitativa entre los estados ribereños, otorgando partes iguales a los países colindantes. En nuestro caso nos llevamos tres cuartas partes de ellas.
La complejidad surge del hecho de que el grueso de las aguas que recibimos de Estados Unidos proviene del Río Colorado para abastecer a las poblaciones del norte de Baja California, mientras que a lo largo del Bravo los dos países aportamos prácticamente a partes iguales. México tiene ocho ríos tributarios del Bravo, mientras que del lado estadounidense solamente el río Pecos culmina en el afluente fronterizo. Es decir, si México cierra sus presas ahoga a Texas. Lo mismo que si Estados Unidos cierra las suyas en el Colorado, dejaría a Tijuana, Tecate, Mexicali y otras poblaciones de Baja California sin gota de agua.
México tiene el doble reto de contribuir con la porción que le corresponde a Estados Unidos y, además, repartir el agua de manera equitativa entre los estados de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. Las aguas escurren del oeste hacia el este, por lo cual Chihuahua tiene la responsabilidad más importante para dejar que los torrentes fluyan hacia Estados Unidos y también a los otros tres estados fronterizos mexicanos. Si Chihuahua corta el flujo, no sólo genera incapacidad de realizar los pagos convenidos a EU, sino que también afecta severamente a las entidades mexicanas de la franja norte. No es por azar entonces que las disputas más álgidas se estén dando en la cuenca del río Conchos y concretamente en la presa de la Boquilla.
En 2001, siendo presidente de Estados Unidos George W. Bush, llevábamos doce años de sequía que impedían a México aportar la cuota convenida en el Tratado. El presidente que venía de ser gobernador de Texas, tomó como prioridad de su gobierno conseguir que nuestro país cumpliera con su parte. Tuve el raro privilegio, como subsecretario para América del Norte, de encabezar el grupo de negociación con Estados Unidos. Los agricultores y ganaderos texanos presionaban a la Casa Blanca y surgieron amenazas de cerrarnos el suministro del Colorado mientras no pagáramos nuestra cuota en el Bravo. El primer paso, que ahora también se requiere, es lograr un acuerdo entre los cuatro estados fronterizos mexicanos y llevarles a comprender que hoy día sería punto menos que imposible renegociar un Tratado tan favorable para nuestro país. Para lograr ese acuerdo, es imprescindible que se ofrezca, sobre todo a Chihuahua, proyectos de irrigación y que se evite el robo de aguas que ocurre en los afluentes mexicanos. Tan sólo ese signo permitiría programar las entregas a Estados Unidos de manera creíble y programada. Sin acuerdo entre las entidades mexicanas la reacción de Washington puede ser muy nociva para los intereses nacionales, tanto por el corte potencial en el Colorado como por la denuncia que pudieran hacer de ese Tratado excepcional de 1944. El uso de la fuerza puede ser contraproducente, generando una crisis internacional y una interna. Se necesita actuar con base en un plan que siente a la mesa a los cuatros estados ribereños de México, a las autoridades estadounidenses y a la Comisión de Límites y Aguas. Está visto que no hay tiempo que perder y que debe actuarse en todos esos frentes de manera simultánea. Así funcionó la estrategia en 2001.