Al cumplirse cinco días de alta tensión para la paz internacional, Donald Trump apareció en público a desactivar la bomba que él mismo había sembrado. Su mensaje tuvo el propósito central de salvar cara, aminorar las tensiones con Irán y repartir responsabilidades de seguridad en el Medio Oriente con los aliados de la OTAN. En el discurso más delicado que haya pronunciado hasta la fecha, recalcó la superioridad militar de Estados Unidos y la profundización de las sanciones económicas contra Irán. El mensaje de fondo: quién decidirá si se inicia o no una guerra será Washington, no Teherán.
Trump apareció descompuesto ante las cámaras, con la voz entrecortada, delatando la tensión a que ha estado sujeto. Este no es un mal indicio. Denota que, a pesar de su arrogancia, fue capaz de percatarse de la espiral bélica en que podría sumergir al mundo.
La amenaza y los riesgos de una confrontación no han desaparecido. La bien calibrada acción de los iraníes al disparar sus misiles sin causar bajas humanas y el hecho de que sustentaran estos ataques en el principio del uso proporcional de la fuerza, permitió al equipo de Trump leer que Teherán busca una salida diplomática. Ese será el siguiente capítulo de esta historia, afortunadamente.
Sin embargo, la decisión más trascendente anunciada por Trump consiste en que Estados Unidos buscará distanciarse, retirarse si es posible, del Medio Oriente. Para ello recordó que su país se ha convertido en el primer productor mundial de petróleo y que, por ende, ya no necesita mantener una presencia militar y política en esa región como antaño. Un repliegue de esta naturaleza, lo saben en Washington, dejaría el campo abierto a la influencia de Rusia. Putin tiene clara la oportunidad que se le brinda y por ello visitó personalmente Siria en medio de la crisis.
Trump está consciente de que la mayoría de los norteamericanos rechaza que sus tropas continúen patrullando el Medio Oriente. Pero también está consciente de que no quiere pasar a la historia como el presidente que le rindió la plaza a los rusos y probablemente también a los chinos. La posición global de Estados Unidos se vería mermada seriamente y sería vista como un signo de la decadencia estadounidense, el fin de una era. Todo lo contrario a su discurso de renovar la grandeza americana.
De ahí que la consecuencia principal de todo este episodio sea, además de reducir las tensiones con Irán, llamar a un involucramiento más activo de la OTAN en los asuntos de Medio Oriente. Después de tres años de darle una paliza sistemática, ahora descubre que la Alianza Atlántica sería su tabla de salvación para evitar que otras potencias dominen Medio Oriente. Su apuesta es que los europeos no tendrán otra alternativa, dada su alta dependencia del petróleo del Pérsico. Está por verse la reacción europea y en qué acciones se traduce la orfandad política en que seguramente quedará Arabia Saudita, el gran rival de Irán.
La crisis iraní sacudió el tablero de la política internacional. De alguna manera, en estos días nació el mundo que conoceremos en el futuro.
Director General Ejecutivo del Aspen Institute