Julian Assange es un ave de tempestades. La labor y la personalidad del australiano no deja espacio para las medias tintas: algunos lo idolatran y otros, sobre todo en las esferas gubernamentales, le tienen odio jarocho. Con sus conocimientos cibernéticos logró infiltrar los principales servicios de inteligencia, cables de las embajadas y las comunicaciones oficiales más delicadas. En los albores de Wikileaks, muchos políticos en todo el mundo se hicieron aficionados a sus revelaciones. Por medio de esta herramienta pudieron enterarse de lo que verdaderamente decían y pensaban otros líderes mundiales sobre ellos. En su momento y de manera muy cínica, el canciller de Turquía le dijo a Hillary Clinton (entonces secretaria de Estado) que no se acongojara mucho de lo que se decía de ella en los cables cifrados porque la realidad era bastante peor. A pesar de esa advertencia, la Sra. Clinton siguió guardando todas sus comunicaciones en un servidor personal que fue hackeado y de eso se valió Donald Trump para denunciarla e incluso pedir que la metieran a la cárcel por poner en riesgo la seguridad nacional de Estados Unidos.

Assange pasó rápidamente de ser una curiosidad a una amenaza real. Su capacidad para divulgar secretos de Estado puso a la vista de todo el mundo lo que en realidad pensaban los grandes políticos del planeta, sus intenciones verdaderas. Wikileaks logró unir a muchos gobiernos del mundo en contra de esa herramienta. El resultado es que se abalanzaron en contra de Assange. El derecho internacional regula las relaciones diplomáticas entre los Estados, pero no establece ninguna normatividad sobre la capacidad de los individuos para interceptar comunicaciones oficiales. Assange aprovechó ese vacío legal.

Estados Unidos pidió su extradición bajo el argumento de que sus descubrimientos pusieron en riesgo las operaciones internacionales de Washington y las vidas de agentes y militares de ese país. El Reino Unido negó esa petición por razones humanitarias, no porque no coincidiera con la tesis estadounidense.

En este contexto, el Presidente de la República ofreció asilo político en México para Julian Assange. Siendo esa ave de tempestades, el ofrecimiento ha creado el efecto esperado: entusiasmo por parte de los admiradores del australiano y enojo de los gobiernos que se sienten agraviados por sus actividades. Cuando era vicepresidente, Joe Biden lo calificó como un “terrorista de la alta tecnología”. Ahora, ese mismo personaje está a dos semanas de ser el presidente de Estados Unidos. Es probable que este asunto haya puesto a México en el radar del nuevo mandatario norteamericano. Así que, si bien existen elementos para ofrecer asilo a Assange, también debe sopesarse el impacto que tendrá en la relación bilateral y el hecho de resguardarlo en México de manera indefinida. ¿Seguiría con su operación de Wikileaks desde territorio nacional o se le impediría hacerlo? ¿Cómo lo tomará el gobierno de Estados Unidos que solicitó su extradición? Esa es la ecuación que no parece resuelta. En suma, ¿esto favorece o perjudica el interés nacional de México?

Internacionalista