El pasado lunes 5 de febrero, día que conmemora la promulgación de las constituciones de 1857 y 1917, el presidente AMLO, dio a conocer 18 iniciativas de reformas constitucionales y 2 legales.

Además de la fecha, no fue irrelevante el lugar elegido para lanzar ese voluminoso paquete de cambios variopintos a nuestra constitución. Fue en el salón oficial en Palacio Nacional, en el que el Congreso Constituyente de 1856-57 aprobó la primera constitución liberal de nuestra historia, que incluyó un capítulo de los derechos del hombre y el ciudadano, el juicio de amparo para hacerlos efectivos, y un legislativo unicameral con mayor fuerza que el Ejecutivo para cancelar el retorno del gobierno de un solo hombre (Antonio López de Santa Anna) esto es, el ejercicio del poder casi omnímodo de la rama ejecutiva, que tantos males había causado a nuestro país, y por el cual perdimos la mitad de nuestro territorio después de la guerra de Texas en 1835-36.

A 7 meses y medio del fin de su mandato y 3 meses y medio de la elección, el presidente, impedido legalmente para inmiscuirse en el proceso electoral en curso, busca fijar la agenda nacional para discutir esas reformas, y evitar el debate de los graves problemas nacionales que aquejan al país, señaladamente: violencia incontrolada, corrupción rampante y millones de mexicanos sin acceso a la salud pública, entre otros.

Destaca por su enorme y negativo impacto en la división y equilibrio de poderes, la del Poder Judicial para elegir por voto popular a los juzgadores, que los hará presa del partido dominante, o peor aún, del crimen organizado y no del pueblo como tanto insiste AMLO. En ningún país del mundo, salvo Bolivia, se eligen popularmente a los juzgadores.

Pero el mayor golpe a la Suprema Corte está en las alteraciones propuestas a los artículos 105 y 107 constitucionales por las que EN NINGÚN CASO PODRÁN SUSPENDERSE NORMAS GENERALES POR CONTROVERSIA CONSTITUCIONAL O ACCIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD, NI EL AMPARO TENER EFECTOS GENERALES, lo que equivale a aniquilar a la Suprema Corte, como guardián de la supremacía constitucional y someterla a los designios del Ejecutivo y su partido mayoritario en el Legislativo.

Para blindar esa reforma y adular al presidente, al diputado morenista Juan Ramiro Robledo se le ocurrió reformar a la legislación secundaria (artículos 42, 43 y 72 de la ley reglamentaria de las fracciones I y II del citado numeral 105) por medio de la cual se modifica sustancialmente el número de votos del Pleno de la Corte para declarar constitucional una reforma controvertida con una acción de inconstitucionalidad. Hoy en día se requieren 8 votos en contra y 3 a favor para invalidar la constitucionalidad de una ley, esto es, 8 pesan más que 3. Con la propuesta morenista con tan sólo 4 a favor puede declararse en automático la constitucionalidad de la ley contra la que además no procede el amparo, en otras palabras, 4 pesan más que 7, una minoría frente a la mayoría del Pleno. Y como esa reforma puede aprobarse con la simple mayoría morenista en el Congreso, seguro pasará en ambas Cámaras.

Lo que ambas reformas (constitucional y legal) buscan es quitar cualquier obstáculo para que las iniciativas del presidente aprobadas con la mayoría de su partido, nunca puedan ser invalidadas por la Suprema Corte, con lo que nuestro máximo tribunal se descompone en una simple oficialía de partes para dar entrada a los designios del Ejecutivo en turno. Una Corte que no es Corte ya que no defenderá más la supremacía constitucional. Una Corte que se aleja del modelo de Tribunal Constitucional independiente y autónomo creado por Kelsen en Austria el siglo pasado, y se acerca al de Carl Schmitt el ideólogo del partido nazi, para quien la supremacía constitucional debe ser atribución del Ejecutivo y no del Judicial.

De aprobarse esas reformas ese será el legado constitucional de AMLO, lo que, parafraseando al historiador y sociólogo francés, Pierre Rosenvallon, equivale a la presidencialización de nuestra democracia.

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