La mecánica populista para combatir a la democracia representativa ha sido bastante documentada. A diferencia de sus otros enemigos históricos, (fascismo, nazismo y comunismo), que la atacaron desde el exterior, la acción corrosiva del populismo es interna, desde sus mismas entrañas. Mientras que aquellos usaron tanques, aviones y un gran arsenal militar, éste no lo necesita, simplemente empolla un virus por dentro que la va desmantelando poco a poco. No precisa de ese armamento pesado. Aprendió de la derrota de esos agresores, que no requiere de un golpe de Estado (Chile) para hacerse y mantenerse en el poder (Turquía).

Jesús Silva Herzog-Márquez lo precisa en su excelente libro “La casa de la contradicción”: “Incuba ahí mismo en las grietas del régimen democrático. No inventa la crisis, la revela, la explota, la utiliza. Por eso el populismo es, a juicio de Nadia Urbinati, una especie de parásito. No derrota desde afuera a la democracia: se inserta en sus órganos vitales, los pervierte, los somete… El populismo no matará a la democracia. La desfigurará a tal punto de hacerla irreconocible”.

Hay múltiples ejemplos de la corrosión populista de la democracia. En EU, Donald Trump intentó desfigurarla con su mentirosa teoría conspiranoica de que le habían robado la elección del 2020. Orquestó una estrategia para trastocar a los órganos electorales locales (Georgia) y al sistema de justicia de su país, que culminó con el brutal ataque al Capitolio el 6 de enero del 2021, donde intentó pervertir al colegio electoral, forzando a Pence a traicionar su juramento constitucional. No lo logró, gracias a la resiliencia de la democracia estadounidense, pero ahí va de nuevo el sembrador del odio y la polarización en su segundo intento.

En Turquía la descomposición de su democracia por Erdogan fue tan profunda que los turcos se preguntan: “¿Este es mi país? Había empezado a desvanecerse, reemplazada ahora por una desesperada afirmación: ¡Este no es mi país! Sentí por primera vez que Turquía no era mi país”. (Ece Temelkuran, Cómo perder un país).

En México, el populismo sigue a tambor batiente. Insatisfecho con la supresión de varios órganos autónomos estorbosos para centralizar el poder y después de haber desfigurado totalmente a la CNDH, ahora sigue con el INE, el último bastión democrático de nuestro país. En otro artículo (http://bit.ly/3VlDZf1) intenté demostrar que es falso que se quiera democratizarlo. Lo que se pretende es un control proteico para las elecciones del 2024. Detener a toda costa esa desfiguración, fue precisamente el sentido de la marcha del 13 de noviembre pasado, (no el espurio debate sobre el número de marchistas). Por eso cobra sentido el grito textual multitudinario: “El INE no se toca”, (que ahora resonó hasta en Qatar), pues bien, se sabe que tocarlo es desfigurarlo, para desmantelar su larga (30 años) ingeniería constitucional, realizada con descomunal esfuerzo por todas las fuerzas políticas del país, y no sólo una.

Pero el populismo no detiene su afán corrosivo. A sabiendas de que su reforma constitucional no pasará, busca justificar cambios a leyes secundarias para afectar su presupuesto y estructura interna, generando un completo desfase entre la Constitución y la ley reglamentaria, que deberá resolver la Corte. Si el INE no se deja corroer y desdibujar fácilmente, hay que golpearlo duro para crear un innecesario problema judicial. Ese es el sentido de la contramarcha convocada para el 27 desde Palacio.

La pregunta clave es: ¿qué tanto podrá resistir nuestra vulnerable democracia esa agresión corrosiva y mantenerse erguida? Si es desfigurada cobrarán dramática vigencia las palabras del gran poeta mexicano, David Huerta en su célebre verso Ayotzinapa: “Este es el país que ayer apenas existía/y ahora, ya no se sabe donde quedó”. Por eso, la lucha por un INE intocado es la lucha por la supervivencia de la nación.

Docente/investigador de la UNAM