Fue en el siglo XIV, durante la Edad Media, cuando la doctrina política dominante de la monarquía hereditaria como la mejor forma de gobierno sustentada en la voluntad de Dios según las Sagradas Escrituras, fue desafiada por Marsilio de Padua (1275-1343), con la idea contraria: el único fundamento del poder era el consentimiento del pueblo y sólo del pueblo.
En 1326 Marsilio publica su Defensor Pacis (El Defensor de la Paz) que cuestiona a fondo la doctrina de la legitimación divina, que habían defendido los padres de la iglesia, San Agustín, Santo Tomás de Aquino y el poeta Dante Aligheri, y sostiene que: “todo gobierno, o es conforme a la voluntad de los súbditos, o es sin su voluntad. El primero es el género de los gobiernos bien temperados, el segundo el de los viciosos”.
Las democracias modernas consignaron el principio de la soberanía popular que cuatro siglos después de Marsilio desarrolló Rousseau con su Contrato Social, en sus respectivas constituciones. Diversos regímenes han encontrado en la voluntad del pueblo, la única forma legítima de permanecer en el poder.
La historia contemporánea lo demuestra: Franklin D. Roosevelt estuvo 12 años como presidente de los EUA debido a su triunfo en sucesivas elecciones entre 1933 y 1945 hasta su muerte. Tony Blair se conservó 10 años como primer ministro en Gran Bretaña entre 1997 y 2007 con tres triunfos en elecciones sucesivas en 1997, 2001 y 2005. Ángela Merkel se preservó como canciller de Alemania por 16 años entre 2005 y 2021 triunfando en elecciones sucesivas en 2009, 2013 y 2017.
El común denominador de estos tres auténticos demócratas, es que lograron la voluntad del pueblo como lo señaló Marsilio, para refrendar su mandato.
En el polo opuesto Adolfo Hitler, Benito Mussolini y Donald Trump, buscaron extender su poder por la vía de la imposición. El primero pretendía abarcar 1000 años del Tercer Reich. Sólo duró 12 (1933-1945) suficientes para desatar la 2a Guerra Mundial con un costo de 50 millones de vidas humanas y se suicidó. Al segundo lo lincharon y Trump provocó muerte y daños en el Capitolio cuando encarriló a una turba de seguidores el 6 de enero del 2021 para interrumpir el proceso del Colegio Electoral y evitar el triunfo de Biden. La imposición siempre concluye en violencia.
Existen por lo tanto dos formas de expandir la permanencia de un régimen en el poder: la vía democrática electoral con el consentimiento del pueblo, y la vía autocrática de la imposición violenta, sin la voluntad popular.
Esta es la disyuntiva del presidente AMLO: actuar como un jefe de Estado que garantice el equitativo y transparente juego democrático para el 2024, y conquistar el consentimiento del pueblo por la buena, u obstruirlo como jefe faccioso de campaña de su partido para ganar a cualquier precio la Presidencia por la mala, cuando no tiene necesidad de hacerlo, pues todas las encuestas favorecen a Morena. La centralización total del esquema de las corcholatas y la injerencia en el proceso interno de la oposición con su constante y feroz ataque a Xóchitl Gálvez, puntera de la coalición opositora, lo inclinan por la segunda opción.
“Ya cállate, chachalaca” le gritó AMLO a Fox en 2005, y el 7 de abril del mismo año ante una multitud reunida en el Zócalo dijo: “El presidente de México debe actuar como jefe de Estado, como estadista. No debe comportarse como jefe de partido, de facción o de grupo. El Presidente debe representar a todos los mexicanos. El Presidente debe ser factor de concordia y de unidad nacional. El presidente no puede utilizar a las instituciones de manera facciosa para ayudar a sus amigos y para destruir a sus adversarios”. Ese mismo hombre que hace 18 años defendió esos valores, ahora hace EXACTA y LITERALMENTE lo mismo que criticó al gobernante panista. Lo suyo no es honrar su palabra.
Si tanto preocupa a AMLO su lugar en la Historia, deberá desde ahora decidir cómo desea ser recordado en ella: ¿Como el estadista demócrata o como el jefe de facción autocrático?