En 2009 muchos periodistas en Estados Unidos empezaron a sugerir que Twitter debía ganar el Premio Nobel de la Paz por su rol en los movimientos sociales de ese año. Unos meses antes, habían surgido protestas sociales en Moldavia e Irán, que habían sido bautizadas como la “revolución twittera”. En occidente, esta narrativa causó revuelo, los próceres de las redes sociales adoptaron esta narrativa para idealizar estas nuevas plataformas digitales. “Sin Twitter, la gente de Irán no se hubiera sentido empoderada y confiada para luchar por su libertad y la democracia” escribió un analista estadounidense. La realidad dista mucho de esta narrativa..

El caso de Irán es el más ilustrativo de la farsa, los miles de twits que emocionaron a los “expertos” occidentales estaban en inglés y venían de Estados Unidos e Inglaterra. En un artículo publicado en Foreign Policy, Golnaz Esfandiari afirma que si algo hizo Twitter en Irán fue complicar el movimiento social al esparcir información falsa y alarmista. Lo que algunos llamaron la “red que revolucionaría al mundo”, se convirtió en las palabras de una importante dramaturga mexicana, en el equivalente digital del “zócalo lleno de borrachos.”

Esta ilusa idealización de las redes sociales y la tecnología no es exclusiva de Twitter. La narrativa del “empoderamiento social” se ha convertido en una de las mejores herramientas de marketing de estas plataformas y de la tecnología en general. En 2015 en un discurso en la George Washington University, Tim Cook, director ejecutivo de Apple, afirmó que “lo que hacemos es para mejorar la vida de los otros. Nuestros productos hacen cosas maravillosas. Y como Steve (Jobs) lo vislumbró, empoderan a gente en todo el mundo….gente que es testigo de injusticia y la quiere exponer, y ahora puede porque tienen una cámara en su bolsillo todo el tiempo.” 

Si bien es cierto que los teléfonos inteligentes han permitido denunciar abuso, es evidente que el objetivo principal de una empresa como Apple dista mucho de ser la vocación social. Las empresas como Apple, Facebook, Twitter y TikTok buscan dominar el mercado, incluso a costa de sus usuarios o del bien público. Ejemplos sobran: el caso de Facebook y Cambridge Analytica, o, más reciente, la implementación por parte de Facebook del nuevo aviso de privacidad de Whats App. 

Hoy, la red social de moda es Tik-Tok y los evangelistas digitales ya han comenzado a empujar su narrativa. Taylor Lorenz del New York Times escribió que Tik Tok “se ha convertido en un espacio de organización para activistas de la generación Z y jóvenes politizados.” Sin embargo, un extraordinario artículo de Barret Swanson en la revista Harper’s revela la realidad; los jóvenes no están politizados, al revés, están obsesionados con convertirse en influencers, y para ello replican la banalidad del mainstream sin ningún filtro de pensamiento crítico. El problema, según Swanson, es el de una generación que no se conoce a sí misma más allá de las redes, pues ha tenido que construirse como un producto digital y ha borrado las líneas entre su verdadera identidad y las de su personaje. 

El fenómeno no es exclusivo de Tik-Tok. En los círculos más “intelectualizados” sucede algo similar. En sus redes sociales muchos políticos, analistas y periodistas acaban volviéndose esclavos de sus propios personajes digitales. Los incentivos son muy grandes y las líneas que separan al personaje de la persona se vuelven muy borrosas. Hay también beneficios económicos y una alimentación constante al ego, que genera sentido de importancia a través de la inmediatez, el contacto directo con el público, y la construcción de ecosistemas digitales que simulan la realidad y con ello la trascendencia. Hoy en día es casi imposible ser una figura pública sin redes sociales, pero no hay que confundirse, las redes no trabajan por nosotros, nosotros estamos trabajando para ellas.

Las grandes corporaciones dijeron que construían un mundo mejor, cuando en realidad lo que hacían era construirnos a todos en productos. Su objetivo no era social sino económico, no buscaban justicia sino estirar los límites del capitalismo. Los usuarios-productos somos ahora su principal mecanismo de ingresos. Sin embargo, el costo social es más grande del que percibimos; al montar el debate público en las redes sociales los hemos limitado a un espacio donde la emoción rige sobre el pensamiento. En las redes sociales tenemos que ser productos perfectos, congruentes, vendibles. En las redes sociales no hay tiempo para pensar, analizar, recapacitar. Si no te subiste al tren, lo único que queda es la irrelevancia. La urgencia constante es un aliado de la emocionalidad, no del intelecto.

El estado deplorable de la gobernanza y política en el mundo es una consecuencia directa del mundo que las redes han tejido. Un mundo construido para las emociones, no para el pensamiento, un mundo pensado en el mercado no en la sociedad, un mundo para el entretenimiento no para la cultura. La solución no es dejar de usar las redes, éstas se han vuelto parte intrínseca de nuestra cotidianidad. Se trata de moldearlas a lo que somos y no que ellas no moldeen a lo que desean que seamos. El rol del Estado debe ser limitarlas (sin censurarlas) cuando quieran excederse, el rol de los usuarios debe ser pensarlas críticamente y el rol de todos debe ser construir espacios en los que también podamos vivir al margen de ellas y de su existencia. 

Analista político

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