México es el líder natural de América Latina. Su economía, su idioma, su geopolítica y su historia así lo dictan. Durante la mayor parte del siglo XX esto era claro. Sin embargo, la firma del TLC con Estados Unidos en 1994 empezó a percudir esta noción. México le apostó a ser colero del norte en lugar de líder del sur y la narrativa empezó a cambiar. Después vinieron los sexenios de Fox, Calderón y Peña, infames en muchos sentidos, controversiales en otros, pero indiscutiblemente un fracaso en el tema de las relaciones exteriores. México se retiró del mundo, abandonó a América Latina, y se sometió aún más a los Estados Unidos.
Todos los vacíos acaban por llenarse. En 2005 el PIB brasileño rebasó por primera vez al mexicano y a partir de ese momento, Brasil, nunca miró hacia atrás. Mientras que México intentaba alinearse con EUA, Brasil aprovechó el auge de las materias primas y de China y Rusia para catapultarse en la escena mundial. En América Latina, Brasil ocupó el lugar de México; en el mundo, fue incluso más ambicioso. Brasil tuvo la valentía y la imaginación para asumirse una potencia global a pesar de sus problemas internos. El gobierno de Bolsonaro ha tirado ese logro a la basura, dejando un nuevo vacío en América Latina.
México no solo es el candidato obvio para ocupar ese liderazgo, sino que es el único. El problema histórico de la narrativa del liderazgo mexicano es que no nos la creemos; en parte esto es positivo, existe una masa crítica que cuestiona el rol de México por sus deficiencias internas. Es sano que haya autorreflexión y crítica, pero se debe entender que la política externa y la política interna, aunque vinculadas, no son la misma cosa.
El liderazgo de México es necesario independientemente de los muchos problemas internos. Por un lado, ese liderazgo bien dirigido puede ayudar a mejorar muchos de los grandes problemas internos; por otro, a pesar de esos problemas no hay duda de que para el resto de la región, México y su capital son la referencia económica y cultural. La CDMX es la capital cultural del continente, por su historia, pero también por su presente, y a la vez, la capital económica de América Latina. Cualquier empresa, artista o migrante latinoamericano entiende que para triunfar en la región, se tiene que triunfar en México.
A diferencia de sus antecesores, AMLO, Ebrard y Sheinbaum han entendido esto y han buscado recuperar el liderazgo latinoamericano. El efecto ha sido casi inmediato, y en un momento de crisis regional, la región ha asumido el rol de México. México sin embargo avanza titubeante, muchas veces comportándose como su propio peor enemigo.
Los casos de la Celac y la OEA son muy ilustrativos de esta falta de rumbo. La administración de AMLO tiene razón en su crítica a la OEA y su presidente Luis Almagro. La presidencia de Luis Almagro ha sido una de las peores de la historia y ha debilitado a la OEA hasta el punto de la irrelevancia. Es claro que Almagro persigue intereses personales y que su gestión ha partido de su visión individual del mundo, una de derecha conservadora, alineada a Washington. Ni México, ni ningún país serio de la región, puede rebajarse en este momento a asumir la simulación que es la OEA de Almagro.
En ese sentido, el éxito inicial de la CELAC, a la que aceptaron venir la mayoría de los países de la región, fue un golpe de autoridad contundente. Un triunfo saboteado por el propio gobierno mexicano. Si bien México logró crear consenso en torno a su liderazgo con la organización de la CELAC, sus acciones posteriores debilitaron la fuerza de este logro.
Si México va a recuperar su posición en la región y el mundo, primero debe preguntarse con qué propósito lo hace y luego cuál es la mejor estrategia para lograrlo. El propósito tiene que incluir un beneficio interno para el país, y un beneficio intrínseco para la región. La estrategia tiene que tomar en cuenta que para realmente funcionar, México debe volverse un interlocutor poderoso y legítimo para los países latinoamericanos con el resto del mundo y las potencias.
En ese sentido México tiene que ser un punto de unión entre los diferentes gobiernos e ideologías latinoamericanas. México no puede ahondar en los puntos que dividen a la región si no en aquellos que la unen. Solo si México logra la madurez para ver más allá de las querellas ideológicas que causan división, y se vuelve un referente para todos, logrará ocupar el lugar que la región le exige asuma. Por otro lado, México debe actuar como el portavoz de la región ante el mundo, y para ello debe participar activamente en el concierto de naciones. Por lo pronto, el camino emprendido está lleno de incongruencias. México parece querer asumir su rol, pero no parece estar dispuesto a asumir las implicaciones que conlleva el liderazgo.
Analista político