El lenguaje manipula. Quizás ese sea uno de sus principales fines. El poeta manipula el lenguaje para crear de la nada, belleza u horror. El novelista manipula el lenguaje para crear mundos y construir historias. El político usa el lenguaje para manipular a la gente y con ello, el orden social. Las sociedades están dispuestas a aceptar ciertos tipos de manipulación; el arte, la publicidad; pero también a veces se entregan casi voluntariamente a la necesidad de una manipulación más ciega e irracional.

En política, el péndulo parece moverse entre lo racional y lo emocional: al positivismo de Comte, siguieron los totalitarismos del fascismo y el nazismo, a la tecnocracia de finales del siglo XX, está siguiendo el populismo actual. Es difícil atribuir esto a sistemas educativos o acceso a la información, más bien parece ser una necesidad cíclica; cuando lo racional se vuelve claustrofóbico, lo emocional estalla y las sociedades casi desesperadamente se entregan a la manipulación.

Quizás entendido de esta forma, la manipulación es un deseo, una necesidad de sentir esperanza, de creer que el cambio verdadero es posible. En ese sentido, la aceptación de la mentira sería una reacción desesperada a la desesperanza. Entenderlo así cambia la perspectiva sobre el tema. No son los políticos los que imponen su discurso, sino que es la necesidad de ser manipuladas lo que lleva a las sociedades a crear políticos que satisfagan esa necesidad. Los políticos pueden inventar necesidades y aprovechar emociones, pero necesitan emociones y necesidades latentes sobre las cuales construir.

En su columna en el periódico Reforma, Jorge Volpi escribió “En sólo cinco años, AMLO ha acometido una de las transformaciones políticas más asombrosas de que se tenga noticia: sin que la mayor parte de sus fervientes seguidores se haya dado cuenta, convirtió el movimiento popular de izquierda que encabezó por lustros en un gobierno populista de derecha”. Volpi tiene razón, pero quizás la explicación de por qué esto no tiene consecuencias para AMLO, trascienden al Presidente. Ser de izquierda o de derecha, implica una serie de preceptos políticos racionales y la pulsión latente en la población no está anclada en el racionalismo, sino en una necesidad de emoción.

La misma narrativa que llevó a AMLO al triunfo contundente en 2018, le significó un fracaso en 2012. Lo que cambió no fue AMLO sino las necesidades emocionales del electorado. Lo que sucedió entre 2012 y 2018 fue el fin de la preponderancia del racionalismo que llevó a la creación del IFE y la exigencia social del debate de los candidatos, pero que también conllevó esa tecnocracia fría, corrupta e inhumana que acabó por desencantar. Por eso, el fenómeno de AMLO se centra en él, no en su postura política y eso hace que lo demás sea fácilmente intercambiable. A los que les importan los conceptos de izquierda y derecha, les queda claro que el Presidente está más cercano a la segunda, pero a la gran mayoría —de todos los sectores y posturas— estos conceptos les son irrelevantes.

Como candidato AMLO fue congruente, como Presidente, su discurso ha sido orwelliano. Se plantea de izquierda, pero su gobierno ha sido mayoritariamente de derecha. Dirige su discurso a las clases bajas, pero en la realidad los más beneficiados de su gobierno han sido las clases medias y las altas. El problema es que la mentira se vuelve intrascendente cuando la emoción impera. La presidencia de AMLO fue posible por el hambre de revancha y esperanza; es muy pronto para que carcoma la impaciencia y la desilusión.

Dicho esto, el cierre del sexenio se planteaba como una ventana de oportunidad para que el Presidente nivelara su discurso y ampliara su espectro político. Las campañas contra sus candidaturas se centraron en cómo iba a destruir la economía y querer perpetuarse en el poder; la economía está estable y todo parece indicar que la fantasía de su reelección quedará en las tristes novelas de un par de “escritores”. Para AMLO esto presentaba la oportunidad de salirse de los confines de su voto duro y abrir su gobierno a una visión más amplia. Su obstinación no lo permite. Un par de concesiones en ciertos temas podría catapultarlo a un triunfo fácil y contundente en 2024. En el momento en el que más le convenía conciliar, construir, ampliar, ha decidido radicalizarse.

No es la primera vez que se hace la vida más difícil. Cuando una persona es incapaz de reconocer sus propios errores, pierde la oportunidad de aprender. Esa es la debilidad del pensamiento de AMLO, ganó en 2018 porque la realidad se alineó con su discurso, pero perdió 2012 y se complicó 2006 porque no fue capaz de acoplarse a su realidad. El alineamiento no es eterno, las pulsiones cambian y ante el cambio, la rigidez pierde. Lo más probable es que Morena gane el 24, pero le deja una trampa a su sucesor; el Presidente exige lealtad ciega, pero les complica la plausibilidad de gobernar bajo la narrativa de la 4T. El problema más grande de una mentira surge cuando el propio emisor se la acaba creyendo.

Analista político

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