En el verano de 2015, miles de estudiantes de la Universidad de George Washington se juntaron para escuchar un discurso de Tim Cook, el director ejecutivo de Apple .
Esa mañana, en la más pura tradición del discurso inspirador norteamericano, Cooks declaró que la misión de su empresa era la transformación social del mundo.
Entendida desde Washington , por uno de los personajes más prototípicos del capitalismo, la transformación social consiste en una cúmulo de clientes insatisfechos grabando a gerentes malhumorados y su ocasional arrebato de racismo.
No hay duda de que los teléfonos inteligentes han revelado casos inaceptables de discriminación , abuso de poder, e injusticia, pero construir a partir de ello una narrativa que busca la glorificación ética de una empresa no solo es rídiculo, sino perverso. En el fondo, la lógica de Cook sigue siendo empresarial: las empresas privadas han tenido que hacer malabares para construir narrativas que las justifiquen ante la sed moralina del mundo actual.
Hace una década, cuando las grandes empresas de redes sociales y la tecnología celular comenzaban, su irrupción en el mundo fue celebrada como un acontecimiento histórico que transformaría a la sociedad de forma positiva. En 2010 las protestas en Irán fueron rebautizadas en occidente como la revolución de Twitter y la plataforma fue propuesta para un premio Nobel de la Paz . Ese mismo año, Hollywood celebraba el genio y la “generosidad” de Mark Zuckerberg dedicando una película a la historia de la fundación de Facebook y otra a Steve Jobs.
Hoy nada de ese entusiasmo permanece. En 2021, la mayoría de las empresas que hace poco celebrábamos se encuentran bajo un severo escrutinio moral. Hace unas semanas, una extrabajadora de Facebook reveló —ante el asombro del mundo— que la empresa usaba sus algoritmos de venta para generar ingresos ¡incluso a costa de la salud de sus clientes! La revelación le pareció tan significativa a la prensa occidental que llenó las primeras planas de periódicos como The Guardian por una semana. Aquí uno de los mejores: “Instagram sabe que lastima a los jóvenes, no puede controlar desinformación sobre las vacunas y tiene un doble estándar para sus VIP, dicho de otra manera, el problema de Facebook es Facebook.”
Y no, el problema de Facebook es que nadie lo regula; pero la simplificación fácil de que el problema es Facebook hace todo más sencillo. Como si las empresas de gaseosas, de dulces, de ropa, de energía, los medios y tantas otras no hicieran prácticas similares. ¿Por qué tendría Facebook por sí solo que ser el responsable de la desinformación? ¿Acaso es la única empresa que trata a sus VIPs diferente? A Facebook no hay que satanizarlo, hay que regularlo de la misma manera que hay que regular y poner límites a todo el sistema económico. El público de hoy se escandaliza al escuchar las prácticas con las que estás empresas generan sus ganancias y sin embargo no cuestionan el sistema económico que permite este modelo de negocio.
Al final, ni la indignación pública ni la corrección política de la prensa buscan atacar el problema desde su raíz. Gracias a ello, las empresas la tienen fácil: construyen narrativas tan absurdas como la de Tim Cook y buscan navegar la corriente moral en turno, mientras que el modelo sigue intacto. Amar a Facebook como en el 2010, u odiarlo como en el 2021, no cambia absolutamente nada. Mark Zuckerberg tiene el mismo derecho a ganar dinero legalmente cuando está de moda y cuando ya no lo está. Facebook podrá ser sancionado, abucheado y odiado, pero miles de empresas seguirán construyendo ganancias a costa de la sociedad.
Lo que sí se puede hacer, además de cuestionar el modelo, es construir legislaciones que les impongan límites reales. Límites en todos los niveles, que se actualicen constantemente ante los cambios rápidos en la tecnología. En esto, la Unión Europea es un ejemplo vanguardista. En lo macro han pasado leyes del derecho al olvido y otras regulando la recolección de información de usuarios en la red. En lo micro, han limitado las nuevas políticas de uso de WhatsApp y ahora incluso han propuesto una ley para exigir que todos los celulares tengan el mismo cargador. En Estados Unidos esas cosas no se discuten porque la moralina pública acaba donde empiezan los intereses económicos. En México eso no se discute porque nuestros legisladores no están enterados de que ese mundo existe y tiene que ser regulado.