En una entrevista en Así las Cosas, el escritor Jorge Volpi explicó que en México la justicia no existe, y que los grandes juicios son producto de venganzas políticas. La descripción de Volpi es dolorosamente acertada.  Se trata de una realidad inalterada en este gobierno. En México, la “justicia” es una herramienta del poderoso para ejercerse sobre el otro. El problema fundacional de México pasa por ahí, ni la desigualdad, ni la corrupción, ni la violencia se pueden resolver si no hay un sistema de justicia auténtico. Sin Estado de Derecho no hay futuro para el país.

La política en México es vista como un fin y no como un medio. Aquellos que aspiran a ser políticos lo hacen por poder, popularidad, adrenalina, ego o dinero. La finalidad de la política es la politiquería y no la consolidación del Estado. A pesar de ello, no hay político que no te hable de sus hazañas, de su valentía, de su visión; al sumar tantos ejemplos valerosos el resultado tendría que ser un país emergente y vibrante y sin embargo el cúmulo de la experiencia política del país es el desastre. Alguien está mintiendo. Probablemente todos.

Por eso la noticia de la sentencia condenatoria a Genaro García Luna en Estados Unidos, no es ninguna razón para celebrar. Mucho menos para exculparse. Aunque la sentencia es sobre un individuo, sus implicaciones son extensas. García Luna no es un caso aislado sino una ilustración de una política fallida y un sistema corrupto. Los que ahora vitorean ya tendrán a los suyos en el banquillo en unos años. Es una garantía cíclica que no cambiará hasta que no exista voluntad política y un sistema de justicia verdadero.

La sentencia a García Luna revela la podredumbre política del país en toda su extensión. La frivolidad de nuestros políticos. La corrupción. La irresponsabilidad enorme de Estados Unidos y la falta de rumbo nacional. El que cree que esto ha cambiado, sufre de un delirio optimista o utilitario. García Luna está en la cárcel, pero la corrupción, la frivolidad y la violencia que permitieron que estuviera tanto tiempo en el poder, andan libres.

Es cierto que los más desilusionados deben ser los escasos pero fervientes calderonistas. ¿Cómo defender ese infame sexenio después de esto? Solo el delirio y el autoengaño más ruin pueden omitir la responsabilidad del entonces presidente en todo esto. El sexenio que se autodefinió por su “guerra contra el narco” puso a la cabeza de esa lucha a un narco. Hoy, la sentencia podrá ser oficial, pero ya había suficiente información cuando Calderón lo nombró Secretario de Seguridad Pública para entender la naturaleza del personaje.

En ese sentido, la carta pública del expresidente es más ofensiva que explicativa. Calderón se esconde detrás de los “miles de soldados, marinos, policías,” etc… que combatieron su causa. ¿Qué sentirán ellos de que sus vidas fueron puestas en riesgo para seguir las órdenes y estrategias de un criminal? ¿Qué es peor: que el Presidente que tenía que protegerlos no supiera la verdad o que fuera cómplice de la mentira? Al final de su carta, Calderón insiste en que su política dio resultados. Las cifras del Banco Mundial lo desmienten: cuando llegó a la presidencia había 10 homicidios por 100,000 habitantes y al final de su sexenio habían 22. Aun así, la debacle del calderonismo sólo causa felicidad en los vengativos. Al final, el gran perdedor es México.

Por su parte, desde su sentido de superioridad moralina, Estados Unidos alardea su sistema de justicia, pero olvida analizar el fracaso de su política de seguridad. Calderón fue su mayor aliado, asumió su visión puritana sobre las drogas, se doblegó ante su política de guerra, aceptó sacrificar miles de vidas para impedir que los norteamericanos consumieran productos que ellos decidieron llamar drogas. La sentencia de García Luna es una derrota de la política norteamericana, de sus agencias del combate al crimen, de su violenta imposición de sus valores puritanos en el mundo y su malsana relación con las drogas y el alcohol.
Lo más importante es entender que esta condena tiene que ser el parteaguas de un cambio en la política de las drogas. El modelo norteamericano y sus calcas latinoamericanas fracasaron. ¿Han cambiado los niveles de consumo de drogas desde que EUA promovió la guerra contra las drogas en México? La respuesta es compleja, pero tiende al no. Y aunque la respuesta fuera la contraria, ¿vale la pena la muerte de miles de mexicanos para impedir el paso de drogas?

Hoy, el gobierno mexicano habla de la necesidad de crear un pensamiento mexicano original e independiente al estadounidense. En ese sentido el “humanismo mexicano” del presidente tendría que plantearse las siguientes preguntas: ¿Qué son las drogas y quién las define cómo tal? ¿Vale la pena tantos asesinatos para evitar que otro ser humano consuma una sustancia? ¿Por qué no legalizar y regular ahora? Calderón tuvo su oportunidad y fracasó. López Obrador todavía puede cambiar esta realidad. La posibilidad de generar un sistema de justicia digno luce imposible, pero legalizar, regular y repensar las drogas y la violencia podría ser el legado más grande de este sexenio.


Analista político

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