Hace unas semanas Netflix lanzó el documental “El Caso Cassez-Vallarta” basado en la novela de Jorge Volpi sobre el famoso arresto de Florence Cassez e Israel Vallarta. El documental es sumamente perturbador, al intentar desentrañar el caso, la cámara va revelando un laberinto de inconsistencias, mentiras y corrupción que acaban por sepultar cualquier noción de verdad o justicia. La única conclusión es que en México el poder lo puede todo; incluso construir verdades.

En ese sentido “El Caso Cassez-Vallarta” es un documento sumamente valioso en el contexto actual. En México la justicia es una fabricación al servicio del poder y sus necesidades politiqueras. En el centro de ello está una falta de voluntad del Estado Mexicano, sexenio tras sexenio los presidentes han preferido usar al sistema de “justicia” como un arma política y no como un sistema de impartición de la ley.

En lugar de reformar y reconstruir el aparato de justicia, lo usan selectivamente para sus propios intereses. Carlos Salinas de Gortari arrestó al líder sindical Joaquín Hernández Galicia a pocos meses de llegar al poder, Enrique Peña Nieto hizo lo propio con Elba Esther Gordillo, y hace unas semanas la FGR arrestó a Jesús Murillo Karam. La opinión pública tiene argumentos para tener serias dudas sobre estos personajes, el problema es que su arresto tiene que ver justamente con eso; chivos expiatorios cuyo arresto ayuda a legitimar a los gobernantes. Por cada arresto espectacular, hay un mundo de impunidad, el show mediático permite mantener el status quo.

En su libro y la serie que ahora lo acompaña, Volpi expone las fabricaciones del Estado Mexicano. La AFI arresta a Florence Cassez y a Israel Vallarta por secuestro, pero luego hace un montaje mediático para elevar el nivel del espectáculo. El “show” es oficialmente denominado como un arresto en vivo a secuestradores, pero no es en vivo, no es un arresto y posiblemente ellos no son secuestradores. En lugar de eso, el público mexicano es testigo en vivo y en directo de la tortura de un presunto victimario. Nadie repara en ello porque el “show” toca las fibras de una sociedad hambrienta por justicia y venganza. La gente quiere culpables y el gobierno les ha dado dos. Los juicios mediáticos no obedecen a la justicia sino a las emociones, un recordatorio importante en una época en la que las redes sociales han suplantado a las cortes.

El principal responsable de este entramado lleno de inconsistencias se llama Genaro García Luna. El documental muestra cómo su montaje se va desmoronando poco a poco sin que esto tenga consecuencias. Aunque es evidente que en el caso Cassez-Vallarta, García Luna actúa motivado por intereses ajenos a la justicia y aunque todo el país haya visto a su mano derecha Luis Carlos Palomino torturar en televisión abierta, Felipe Calderón lo nombra Secretario de Seguridad Pública. Hoy, el encargado de combatir al narcotráfico en el sexenio que empezó la cruenta violencia en el país, es acusado en EUA de conspiración y distribución de droga, además de proteger al Cártel de Sinaloa.

Las inconsistencias en el caso Cassez-Vallarta revelan los profundos problemas del sistema de justicia mexicana. La falta de voluntad política para combatir el crimen y la corrupción, y la sobra de voluntad política para construir montajes y crear símbolos politiqueros sin que nada cambie. El caso de Cassez-Vallarta es un caso de corrupción y abuso, pero también un muy poderoso ejemplo de la política como espectáculo. Al final del documental uno se queda con la sensación de que los que están libres son más peligrosos que los que están presos. Dice mucho que en un país plagado de asesinatos y secuestros uno de los pocos casos supuestamente resueltos, haya sido una gran farsa. La serie de Netflix se ha adentrado en las grotescas entrañas del sistema de justicia mexicano y han encontrado todo, menos justicia.

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