Hay una tendencia global a politizar cada aspecto de nuestra vida. Lo público gana terreno sobre lo privado y con ello cada acto de nuestra vida queda expuesto al escrutinio del entorno. Esto sucede por tres razones, por un lado el individuo ha renunciado a su derecho a la vida privada. Por otro lado, la sociedad ha dejado de respetar los espacios privados del otro, con una cámara en mano siempre hay alguien dispuesto a denunciar lo privado en el espacio público; por último, la narrativa moralina de Occidente exige ahora a los individuos asumir decisiones políticas en todos los aspectos de su vida. De pronto, algo tan sencillo como ir al supermercado se vuelve un acto político: dónde compras, qué compras, a quién compras y con quién. La moralina mueve al capitalismo y la culpa se ha convertido en un motor para las tendencias y el consumo.
Existe una narrativa poderosa que ha ido transfiriendo responsabilidad del Estado y las corporaciones al individuo. Según este discurso somos los ciudadanos y los consumidores los máximos responsables de nuestras sociedades y el planeta a través de las decisiones que tomamos. Podría considerarse que este discurso empodera al individuo pero en realidad lo que hace es que debilita a la comunidad, aísla al individuo y libera la carga sobre corporaciones y gobierno. El sistema capitalista ha logrado construir un nuevo mercado de la culpa y la moralina.
El lugar donde esto es más visible son las redes sociales: los individuos se acusan unos a los otros, ahí todos son víctimas y victimarios según el punto de vista y todos son capaces de asumir una superioridad moral. El resultado es una politización de la vida privada que acaba por suprimirla. Cada acto humano se vuelve un acto político y es juzgado como tal. Los individuos no solo tienen que ser marcas en sus redes sociales, sino partidos políticos en algunas otras de ellas. Se exige no solo belleza, riqueza e influencia sino una absoluta congruencia, ideales claros, activismo pleno. Este modelo es disfuncional porque los seres humanos somos contradictorios.
Este discurso es producto de la influencia de Estados Unidos en el mundo. La manera en la que nuestro vecino del norte enfrenta sus problemas sociales más profundos siempre recae en la cultura del entretenimiento, el individuo, la moda y en generar tendencias que mueven a la economía; a esto se suma un puritanismo fuertemente arraigado. El ser y sus acciones son buenas o malas, blanco o negro. La complejidad es rechazada por el sistema pues implica profundidad, análisis, pensamiento y eso va en detrimento de los estímulos que mueven al mercado.
Detrás de todo están las redes sociales. Las redes inhiben el pensamiento profundo pues exigen la inmediatez, la alarma y la brevedad. Todos ellos atributos más cercanos a la emocionalidad que al pensamiento. Analizar las cosas requiere tiempo, pero el único tiempo de las redes sociales es el presente. Darse el lujo de procesar significa sacrificar la relevancia. Si no es inmediato, no existe. En un mundo en el que todos luchan desesperadamente por atención no hay nada más indigno que la ausencia.
Al final cada individuo reproduce y esparce los marcos normativos de este mundo: acusa, ataca, agrede, y por lo tanto es acusado, es atacado, es agredido. No es sorpresa que el uso de redes sociales esté sumamente asociado a los crecientes problemas de salud mental. Según un artículo publicado en la revista The Lancet el año pasado, la depresión y la ansiedad han subido 25% en el mundo en los últimos dos años.
Quizás sea momento de parar un instante y preguntarnos si todo esto vale la pena. Si la supuesta emancipación del individuo no ha venido a un costo demasiado elevado. Hemos creado un mundo en el que nuestra naturaleza está prohibida. Somos seres contradictorios, complejos, y gregarios. Hemos creado un mundo en el que no hay posibilidad alguna de que podamos existir genuinamente.
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