Hace 35 años se estrenó una de mis películas favoritas de todos los tiempos, When Harry met Sally,  Meg Ryan y Billy Crystal dirigidos por Rob Reiner, con un guion de Nora Ephron. La premisa básica del filme sugiere que hombres y mujeres no pueden ser amigos porque el sexo siempre se interpone. Aun así, los protagonistas logran una relación platónica durante doce años hasta que finalmente caen en las mieles del deseo y la lujuria y, siendo película de Hollywood se vuelven pareja y viven felices por mucho tiempo. Luego, Sally muere y aparece Helen Mirren pero esa es otra (corta) historia que vi recientemente. El caso es que en estos 35 años las relaciones hombre-mujer no han cambiado mucho, es más, la corrección política ha contribuido a la confusión de manera que todo es un gran nudo en donde ya no se sabe ni por donde: Que si le gusto, que si no me hace caso, que si no me interesa, que si entendió mal, da igual. Hombres y mujeres hemos desarrollado el individualismo de tal manera que es casi imposible interpretar al sexo opuesto, qué se vale, qué está mal visto o por dónde empezar.

El ligue –el romance-  ha cambiado de fondo, de forma, de percha, la oferta y la demanda están más disparejas que nunca; la gente ya no se toma la paciencia para conocer a alguien y, en cambio, asume situaciones que pueden o no ser, porque ¿para qué molestarse?  Por otro lado, aplicaciones como Tinder, Bumble, Match, etc., no solo han perdido el estigma sino también su encanto. Los solteros y solteras de este mundo, hartos de fotos y biografías sospechosas, de entablar conversaciones con desconocidos dentro de un marco cibernético de ligue y sexo fácil tampoco están dispuestos a pagar precios ridículos por “beneficios exclusivos” como mayores oportunidades de ser visto o mensajería, sino que buscan encuentros en persona y sin presiones de ningún tipo.  Es aquí cuando surgen alternativas teóricamente divertidas como es el caso de Timeleft: Cena en un lugar rico, con gente nueva y afín, los miércoles por la noche. La idea de Maxime Barbier, joven francés radicado en Lisboa, surgió allí mismo y cada vez son más las ciudades que participan.

No puedo negar que el concepto se me hizo atractivo, aunque no lo suficiente como para adquirir una suscripción y, cuando aparecieron los boletos individuales mi terapeuta me convenció con la idea de que sería un interesante ejercicio sociológico y lo fue, ambas veces. La primera vez fui sin expectativas, aunque con temor a los estereotipos y, dicho y hecho, el ruso abstemio fue señalado por no beber vodka, por ejemplo. Fuimos cinco y la cuenta, un lío. Me sentí como adulto mayor y pasaron muchas semanas antes de volverme a animar. La segunda vez, sabiendo qué esperar, la velada se dio sin pena ni gloria. Aunque detrás de todo esto hay un algoritmo de compatibilidad que funciona bastante bien, no toma en cuenta que una mesa con virgo, libra, escorpión y géminis requiere infinita prudencia, balance y paciencia por parte de las mujeres. Así, el ejercicio sociológico fue divertido como tal, aunque el marketing es confuso. Y como en las otras decenas de aplicaciones por el estilo la química es la química y siento que la energía emocional requerida para socializar en este contexto es demasiado para mí. Al final los cuatro nos dirigimos hacia un punto cardinal diferente para seguramente no volvernos a encontrar.

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