Se está jugando el Mundial de soccer. En Qatar. Increíble pensar que con esas temperaturas se hayan puesto a jugar futbol. Increíble. Creíble la controversia que lo ha rodeado. Hace muchos años hice escala durante algunas horas en el aeropuerto de Doha, la capital. Recuerdo poco. Un ambiente raro, demasiado tranquilo para un espacio con tanto movimiento, tienda tras tienda de oro convertido en aretes, pulseras, colguijes y todo tipo de accesorios para hombre y mujer. No compré nada. Lo que me impresionó fue la enorme cantidad de mujeres con burkas, la vestimenta negra que cubre cuerpo, cabeza y cara que, como mujer occidental, me provoca tanta ansiedad. Qatar se distingue por ser un país rico en petróleo y, la manera en que su fe influye en la sociedad. Su récord en derechos humanos deja mucho que desear y su rechazo y persecución de la comunidad LGBT es legendario y reprobable. Este mundial es una aberración y huele muy mal. Pero no es a lo que voy.

México y Chile, por ejemplo, son países latinoamericanos que comparten ciertos rasgos, pero también marcadas diferencias. Amontonar culturas y tradiciones nunca es lo ideal, pero para fines de la presente pretendamos que todas las naciones árabes lo son. Estuve en Dubái como huésped de unos amigos ingleses. La primera vez que me invitaron, mis creencias e ideología me forzaron a declinar amablemente la invitación. “Un país donde la mujer es tratada como ciudadano de segunda mano no me interesa”. La tercera, la vencida, dije que sí, no por haber cambiado mi punto de vista sino porque no se puede hablar sin conocer. Dubái no es lo mismo que Qatar, pero ambos tienen cantidades industriales de arena, temperaturas de más de 30oC y, harto dinero. Dubái es gobernado por un Sheik, Qatar es una república con presidente. Y así como se rumora por allí que México va camino a ser la nueva Venezuela, Qatar le tira a ser Dubái: opulencia desmedida, lo más alto, lo más caro, lo que impresiona con su brillo, pero no tan liberal –si es que se puede llamar así. En ambos países se practica el islamismo.

Mi estancia en Dubái fue breve. No hay mucho que hacer además de comprar y comer. Muy impresionante, muy moderno, muy Nouveau riche. Muy raro caminar entre grupos de hombres tomando café y sentir sus miradas. Las mujeres y niños, por su lado, aparentemente disfrutando la tarde, riendo, todas con burka, algo que hasta entonces yo consideraba la mayor expresión de subyugación en el mundo: ante la sociedad, ante una misma, como avergonzada por el solo hecho de existir. Mi amiga lleva más de 15 años en la región, y me ofreció otra perspectiva. Aparentemente, debajo de los muchos metros de tela negra existen contratos matrimoniales en donde la mujer puede estipular inclusive el número de manicuras de las que puede gozar a la semana o al mes; qué amigas y sitios frecuentar, la suma que necesitará en efectivo, vamos, un documento que, de entrada, suena mejor que el acta matrimonial que se otorga en los países de occidente, en donde la mujer lleva las de perder. Luego, vivimos en una cultura machista en donde el hombre siempre tiene la razón, cuya opinión acerca del vestuario de su esposa, novia o ambas nunca falta y, una “casa chica” que de pronto aparece hasta en las mejores familias. Allá al menos les cumplen y se casan. Además, qué comodidad no tener que preocuparse por qué ponerse encima del pijama en esas visitas tempraneras al super. Algo para pensar.

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