No fue sino hasta el pasado martes que me cayó enero. ¡Splash! Como cubetada de agua fría. Otro año y todo lo que implica. Otro. Otro más. Y este en particular. De pronto me sentí mayor, muy mayor, cansada en cuerpo, mente y con dificultad para concentrarme en tareas y pasatiempos útiles. Entonces, decidí ponerme en huelga conmigo misma por un par de días y tratar de fluir -sin mucho éxito. Retomé el jueves por la mañana, mal comida y mal dormida, con el cerebro lleno de reubicadas telarañas y alto puntaje en Sudoku. Nada mejor que una buena rutina para regresar a la realidad. Comprobado científicamente. Y es que yo la veo así: Hay dos pinturas tituladas “2024”. A mi izquierda, enmarcado en dorado churrigueresco está el óleo de un campo verde con florecitas silvestres de colores y al fondo una casita con chimenea, nubes blancas en el cielo azul; del lado derecho, un marco negro básico de esos genéricos encuadra el dibujo con gis de una ola obscura pero al revés, tipo tsunami, en un mar obscuro, el cielo también gris, un personaje observa desde la playa. No soy muy buena dibujante por lo que todo es muy básico, infantil casi, pero la iluminación es como de museo. Se puede ver, pero o tocar. No sé qué diría Freud y es lo de menos. La mayoría de los escenarios catastróficos que se me han llegado a ocurrir no son personales, vamos, hablo de inflación, desastres naturales, guerras y otras situaciones y temas que me afectan ante las cuales no puedo hacer nada.
Lo personal es otra historia y como siempre lo he dicho la ropa sucia se lava en casa. No obstante, confieso que últimamente me ha dado por culpar de todo a la edad aun cuando soy consciente de que lo más posible es que no tenga nada que ver. La ironía. Yo que siempre he dicho que la edad es una condición mental que, como dice Gloria Calzada en su libro, vale madres. El número es una guía que nos indica más o menos por donde debe ir la cosa una vez alcanzada cierta edad, qué esperar al llegar a los 50, 60, 70, física e intelectualmente, algo así como un itinerario de vida. El problema es el kilometraje, el desgaste producto del uso diario durante tantos años, o en su defecto la falta de uso, el olvido, todo eso que nos hace rechinar al hacer ciertos movimientos. Uno de mis médicos favoritos alguna vez me dijo que “Todo por servir se acaba y todo acaba por no servir”. Mi cerebro en alerta (por lo pronto) y el simple hecho de que mi cuerpo trabaje relativamente bien es algo que agradezco todos los días, pero ya no es igual. Que si me duele el estómago, que si me pongo mal. Así como una cierta rutina me ayuda a combatir ansiedades matutinas, cambios casi imperceptibles me ponen a pensar. Camino más lento, por ejemplo, ¿señal inequívoca de declive físico? ¿O será que vivo con menos prisa? Mi vida dio un giro radical el día que abracé la tranquilidad de la vida en provincia y yo también comencé a tomarme mi tiempo. Prefiero andar sin prisas, llegar media hora antes contemplando el paisaje a irme codeando con peatones despistados o al teléfono, como zombis, mientras camino en rapidito y con el estrés en ascenso por no llegar tarde, equivocarme de calle o que se vaya el autobús, taxi, tren, avión.
Existe una cierta magia que solo se adquiere con el paso de los años. Si es blanca o negra ya me iré enterando. En el inter observaré mis pinturas de lejitos y sin engancharme. Más sabe el diablo por viejo que por diablo.