El pasado día 21, en algún momento entre las 9 pm y la medianoche –según la leyenda- hizo su aparición el Espíritu de la Navidad, quien llenó el ambiente de centelleante y colorida diamantina, y mi alma de buena voluntad, aunque sé que si lo pienso dos veces habría resistencia. Y es que este año no acabo de sentirme del todo bien. Tristeza, preocupación, culpabilidad, agradecimiento, una cargada mezcla de emociones y sentimientos pesan sobre mis hombros cada vez que volteo hacia lo que está pasando “allá afuera”, lo que veo y leo, los horrores, las tragedias, los egos, la avaricia. Los contrastes. Tanto tiempo de incertidumbre nos ha convertido en una sociedad desconfiada, harta y dividida; el túnel es largo y la luz no se ve por ningún lado. Quizá por eso mismo -o el miedo a perderme algo- no me despego de mi pantalla, como si estar alerta o mi preocupación fuesen a lograr algún cambio cuando lo que necesito es estar en mi presente y permitirme unas horas sin angustias o ansiedades. A partir de esta premisa puse el teléfono en modo avión, la mente en creativo y empecé a fotografiar motivos de navidad ajenos, en tiendas, restaurantes, recepciones, parques, plazas. Renos, natividades, coronas, muérdago, los árboles escasearon. “Finge hasta que lo logres”, dicen, y así, poco a poco fui sintiendo las sonrisas, la amabilidad, me fui dando permiso de ver una sociedad con ganas de ser generosa, empática, mostrar en verdad paz y amor. Cuenta mi madre que ya desde hace más de cien años, cuando mi abuelo era pequeño, su padre lamentaba el estado del mundo. Sin embargo y a pesar de lo cargado del ambiente, aquí seguimos. La paciencia y la tolerancia de estas fechas es algo que hay que aprovechar; la esperanza no caduca.
Hace muchos años, cuando era niña, había en mi familia una persona quien año con año repetía el mismo ritual. “Ahorita regreso” decía tan pronto terminábamos de cenar, no tardaría más de cinco minutos durante los cuales los comensales no decíamos nada, sólo unos cuantos cruzábamos miradas de complicidad a sabiendas de lo que se venía: El libro de los chistes. Ni tiempo de disfrutar el último bocado o siquiera pensar en algún chascarrillo de cosecha propia porque el libro de pasta dura y muchos años de uso, con su mera presencia, garantizaba carcajadas y guiños en la rara ocasión en que la ocurrencia impresa subía de tono. Como el clásico en que la mañana del 26, un niño se encuentra a un muy triste pavito sentado en la banqueta. “¿Por qué tan triste, pavito?” A lo cual este contesta: “Es que mi mamá se fue a una cena y todavía no regresa” ... En ocasiones pedíamos posada alrededor de la estancia, velas y todo, mal cantábamos en nombre del Cielo. Muy linda persona, mi pariente, le echaba ganas, además, lograba su misión de hacernos reír. Si bien su entusiasmo y dedicación a la causa no se han vuelto a sentir, el potencial de las nuevas generaciones ya se deja ver. Cansados de lo mismo, los ya no tan niños han propuesto una nueva dinámica sólo para adultos, por lo que la noche promete estar repleta de sorpresas. Eso sí, mi modelito rojo, aterciopelado y con detalles en peluche blanco, saldrá nuevamente a celebrar, gozoso, la tradición de reunirse con la familia y seres queridos y regalar buenos deseos, sonrisas, calcetines, chocolates y, esperar la llegada de Santa Claus. Si por mala suerte el mundo se acabase, seguro nos enteramos. Buena voluntad para todxs. Paz. Es Navidad.