Rara vez escribo de música porque hay tanto que ni siquiera sé lo que está de moda y aquello por lo que es vergonzoso admitir en público una cierta predilección. La música es algo subjetivo, personal. Que hay música y compositores muy reconocidos a todos niveles por supuesto, pero la cosa hoy en día es saber quién es quién y en donde y, todo se vuelve complicado cuando no se cuenta con Spotify, como es mi caso. Hay otra cosa y estoy segura de que es generacional: Escuchar música requiere toda mi atención. A veces bailo, canto, otras tantas veo el video en la pantallita de mi teléfono, pero nada de multitasking mientras estoy en un momento musical cortesía de YouTube. Pero no todo es nostalgia. Mucho es ver lo nuevo, lo diferente.

No obstante, en los 80s se dio una revolución de música y cultura que revolucionaron a la juventud. Entonces veía el mundo a través de videos imaginativos o película que reflejaban mi realidad como nunca antes. Pero fue la poesía la que me marcó. Poesía entre notas con la que me identificaba y que hoy me transporta en tiempo y espacio a tantos lugares como quiera yo. Y en esas andaba cuando me acordé de Joe Jackson. Cantautor, inglés, fantástico en vivo y directo. Un pelón flacucho victima de la década por no tener el look apropiado para televisión. Pero sus letras. Entre mis favoritas está una llamada “Hometown” que tiene que ver poco con la geografía y mucho con el corazón y los cinco sentidos. Olores, sabores, sensaciones familiares que invocan otros tiempos, la vida antes de los 17, cuando -según esto- creemos que empieza: Todas las aventuras que vivimos antes del primer corazón roto, la primera muerte cercana, el primer enfrentamiento con la realidad. Y de pronto entramos en razón.

Dicen que hay que vivir en el presente. No podría estar más de acuerdo. Por ello, antes de mudarme a Valencia leí el libro de Marie Kondo de portada a contraportada, lo estudié detenidamente y lo puse en práctica. Me traje lo mínimo. El cajón de las mugres ahora sólo guarda recibos, facturas y tarjetas de presentación de nuevos conocidos, mi mesa-escritorio es ejemplo de organización y actualidad y así con la mayoría de mis posesiones materiales. Lo que no cupo en el departamento se fue a la bodega. Lo que a veces no cabe en mi mente se transforma en una canción: Comprar pan dulce frente a la iglesia; andar en bici por las calles sin temor; subir pinos altos altos ante la cara horrorizada de mi madre; caminar a la tiendita más cercana a comprar pastelitos para rellenar la colección de estampitas tridimensionales o a la papelería por calcomanías. Chaparritas del Naranjo con Genaro Moreno; la avalancha de mi hermano y mi Barbie que, por cierto, siempre me ayudó a imaginar un futuro lleno de oportunidades sin roles de género específicos, tenía su depa en un mueble de mi recámara con recámara en la parte alta y sala en la parte inferior y el hombre de acción a veces iba de visita. Pero esa es otra historia.

Otra rola del Mr Jackson que se llama “Slow Song” y es justo eso: una canción lenta, suavecita, sin corazones rotos y proposiciones indecorosas, perfecta para esos ratos de final de día en los que lo que se necesita es más simpatía que energía. Tranquilita, con sax y todo, para colgarse del cuello del galán en turno y dejarse llevar. Nada mejor que una pausa musical para re-energizar el día.

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