Me fui de viaje y el tiempo se detuvo. Muy lejos en espacio y tiempo, estuve en un lugar exótico de esos donde género y número son irrelevantes y la carta de presentación es la vibra, así, como ondas invisibles que emanan del cuerpo y alma. Los viajes ilustran porque son la prueba máxima de nuestra tolerancia, respeto y humanidad ante circunstancias impredecibles, en medio de un montón de desconocidos. Fue una aventura llena de contratiempos fuera de mi control: vuelos retrasados, pérdida de conexiones, falta de hospedaje y, todo esto en la primera escala. Lo que llamó mi atención fue la actitud de mis compañeritos de avión y personajes periféricos en circunstancias similares, quienes guardaron la compostura a lo largo de las horas con infinita paciencia y controlada calma ante el prospecto de pasar la noche en una incómoda silla de aeropuerto. Sonrisas y miradas entre cómplices, víctimas del clima y la ineptitud de la aerolínea -pero esa es otra historia. Por las buenas. Entre nosotros -desconsolados pasajeros- reinaban el aguante y mucha paciencia, eso que nos quedó de los meses de pandemia en que el único recurso era esperar. Será que nos hemos vuelto más amables, más civilizados, más dispuestos a probarnos los zapatos del otro. O tal vez hemos pasado a ser ciudadanos del mundo.
Dirán que estoy loca, que hoy más que nunca los seres humanos seguimos la ley de chingaral (antes de que me chinguen), pero mi experiencia fue distinta. Pudo también ser el resultado de lo opuesto: Cada quien para su santo y los demás que lo hagan como puedan. Me atrevo a decir que existe un mundo pre y otro post pandemia. La incertidumbre global nos ha transformado como sociedad. A nivel individual es un cambio sutil pero importante, como cambiar de gafas. No veo mejor pero sí más claro y, sin embargo, no estoy segura de que lo que está frente a mí sea la realidad. Todo va muy rápido, tan veloz que lo mejor que puedo hacer es tener los pies firmes y tratar de mantener el equilibrio surfeando cada dia las olas que se van formando, una tras otra tras otra. No es la altura sino la constancia. La cosa es no caerse. Vamos quién sabe dónde, pero vamos. Juntos.
Durante la interminable escala, en la burbuja federal que es el aeropuerto, me entero que, en conclusión, el Covid-19 tiene su origen en un laboratorio de China; ¡ah! no, que fue transmitido de animal a humano. A estas alturas es lo de menos. En los últimos dos años el desgaste climático y la retórica entre los poderosos, nos traen en jaque, pero más me llaman la atención las decenas de imágenes del Papa Francisco generadas por Inteligencia Artificial, los “mensajes” de Biden o Musk, más leña para las fake news. ¿A dónde vamos a parar? Yo lo único que quiero es saber a qué hora sale mi vuelo. Las noticias del mundo real rompen el encanto del sitio donde me siento segura, donde hay comida, bebida y todo lo necesario para cubrir mis necesidades básicas. Si bien no soy fan de los aeropuertos, me consuelo con el hecho de saber que hay muchos otros en mi situación. Así, juntos nos hacemos fuertes, nos apoyamos y consolamos ante la ignominia de los que están arriba sin merecerlo, los de abajo, los que se saltan la cola, los prepotentes. Somos solamente una especie de tantas, la “inteligente”. Si cada quien se propusiera hacer el bien sin mirar a quién, tener su lado de la acera como se debe y respetar al otro la vida sería muy distinta. Apreciar los pequeños detalles, la sonrisa de un extraño, tratar de entender lo diferente, lo nuevo, lo que brilla y lo que no, con humildad, agradecidos y agradecidas por el sólo hecho de ser y poder estar.
El vuelo de regreso a Valencia es inconsecuente. Escala de cinco horas en el aeropuerto de Zurich, modelo de modernidad, limpieza casi astringente, tecnología de punta, chocolates por todos lados. Un individuo enmascarado mete la mano al bote de gomitas estratégicamente colocado al lado del mismo. No digo nada. El hombre recorre el bar hasta llegar a la sección de panes y galletas pero ya no puedo más. Me paro, tomo las pinzas y con una sonrisa las presento, mordiéndome la lengua. El hombre las toma, me ve y me da las gracias. Yo esperaba una peladez. No estoy sola.