Hay mucho loco allá afuera. Cuando jefes de estado, reyes, reinas y príncipes de todo el mundo, celebridades y fans se reúnen en un solo lugar, la seguridad se convierte en un reto. Soy anglo-fila. Me encanta la pompa, circunstancia y cursilería que rodea los grandes eventos monárquicos, así que por supuesto que estuve en la coronación de Carlos III y Camilla a principios de este mes. Mas allá del anacronismo o la discusión sobre su rol en el siglo XXI, la monarquía británica es sinónimo de tradición y continuidad en un mundo caótico. Pero no es a lo que voy. Hasta el día en que escribo la presente no existen cifras oficiales del costo total del evento, pero se calcula que anda entre los 100 y 200 millones de libras pagados en parte por el mismo rey y por la otra el dinero de los contribuyentes. Como es de imaginarse, el mayor tajo del presupuesto se utilizó en seguridad: 29,000 policías el mero día, guardia montada, francotiradores, reconocimiento facial, helicópteros, vallas. La semana previa, calles cerradas, trafico enloquecido, policías en grupos de cuatro haciendo ronda y observando el comportamiento de los miles de seguidores, curiosos, anexos y, grupos antimonárquicos congregados en el centro de la ciudad.
La coronación tuvo lugar el sábado. Yo llegue el miércoles. El jueves, caminando por Soho, note una gran presencia policíaca y vallas a lo largo de una calle que, además, estaba cerrada. Me acerqué, pregunté y me enteré de que miembros de la familia real estaban a punto de llegar. “Who’s coming?”, pregunte, “The Prince and Princess of Wales”. ¡Uy! Kate y William! ¡En persona! Y con la autorización de los oficiales fui a colocarme casi al principio de la valla, no lejos de los paparazzi y el pub que estarían visitando. A pesar de estar en mayo, el clima poco amable de esta isla hizo necesarias varias capas de ropa abrazadas por un gran abrigo de peluche. Mi bolsa, de tamaño mediano, cruzada a la altura del estómago, dio el toque final al atuendo. Después de una hora de paciente espera empezó el movimiento. Cuatro camionetas de cristales negros seguidos por cuatro motociclistas acompañaban a los Gales, quienes saludaron de lejos antes de entrar al Dog and Duck en donde William serviría la primera pinta de alguno elixir exótico. Mientras un helicóptero revoloteaba los cielos, nosotros plebeyos nos emocionamos al saber que habría caminata y convivencia con la concurrencia al final del evento.
Desde mi espacio tras la valla, conté al menos 14 policías en uniforme, que también aguardaban la oportunidad de conocer a Sus Majestades y darle la mano. Llegado el momento, Kate se dirigió al lado derecho de la calle y William al izquierdo, mi lado. Sonrientes, amables, saludando y conversando, accediendo a fieles y acariciando perros, mi momento estelar -a tres personas del príncipe- se acercaba y yo sin saber que decir. “Mucho gusto”, “Un honor”, “Su majestad”, “Hello Wills”… ¿Que dice uno en estos casos? Pero mi preocupación fue en vano porque el recorrido termino allí, a escasos dos metros de donde yo estaba parada. Y a lo que voy es esto: Desde un principio pasé como el perro por su casa. Nadie me detuvo ni checo el contenido de mi bolsa. De haberlo querido, pude fácilmente haber llevado conmigo una pistola, una granada, algún explosivo de los que usan terroristas y suicidas y hacen mucho daño. Supongo que una señora de cierta edad no despierta sospechas, pero...