Hace un par de semanas fui testigo de algo por demás interesante. Doloroso también en el sentido de pena ajena, ahora hacia donde volteo, cringe, mejor me hago wey. Fue en Plaza de la Virgen, un espacio mezcla entre Chapultepec, Zócalo y Ángel de la independencia con pisos de mármol y hermosas vistas, sitio de interés obligatorio en las paradas turísticas. Foto de rigor frente a las puertas de la catedral, otra en la fuente del Turia con el cauce del río representado por la gran figura de un caballero de metal, con sus partes privadas cubiertas por un lienzo, postrado plácidamente sobre las aguas. A las palomas les encanta. Del lado opuesto de la Basílica de la Madre de Dios, patrona de Valencia, falleros y desamparados, se encuentran bares y terrazas para ver, ser visto o, disfrutar de algún espectáculo callejero, buen y variado busking y, de vez en cuando eventos formales y gratuitos organizados por la Comunidad. Carísimo todo, por supuesto, hasta la orxata de chufa del carrito, pero vale la pena. Realmente una plaza divertida donde se pueden pasar las horas.
Una noche hace no mucho pasaba por allí yendo o viniendo de algún sitio, la fuente ya apagada. A pesar de la relativa obscuridad del área, mi compañero y yo notamos que, dentro de la fuente, estaba un hombre de unos 35 años acariciando sensualmente el torso de la estatua. Me pregunto si el numerito sería clasificado como “falta a la moral” o “derecho de expresión”, ya que el varón en cuestión estaba completamente desnudo. Nunca, en ningún lugar del mundo, había visto algo similar. Pero no es esto lo que me da vueltas. No.
Es domingo a mediodía y yo con antojo de hot cakes, por lo que estoy haciendo cola afuera de un restaurant desde hace un rato. La plaza se siente particularmente ruidosa debido a la muestra de bailes falleros regionales que llevan un buen rato en una esquina de la plaza. Poco a poco comienza a llegar gente con globos, ropa y banderas azul y amarillo; una larguísima bandera ucraniana viene detrás en lo que parece ser una marcha silenciosa. Pero no. Y llega más gente. Y más. Y todos se reúnen del lado opuesto de l@s faller@s quienes, inmutables, siguen con su presentación. De la nada aparecen bocinas, podio y micrófono, y comienza un discurso de agradecimiento –de verdad de corazón y en su mejor español- por parte de la comunidad ucraniana a Valencia por la generosidad y apoyo que se les ha brindado a los refugiados, etc. Habla uno de los organizadores, el cónsul, el representante del voluntariado, la organizadora. Para entonces el concurso de decibeles habría terminado unos 20 minutos antes (ganando los falleros), y la mira de los allí presentes está sobre los pacifistas, quienes de pronto empiezan a gritar repetidamente “¡Putin asesino!”. El público se queda en silencio. A partir de ese momento y durante el resto de mis hot cakes, café y charla post-brunch, el idioma por los altavoces es ucraniano...
Existen alrededor de 25,000 exiliados en la Comunidad Valenciana que se confunden con el resto de la población, han logrado asimilarse a costumbres y tradiciones de la cultura española de manera admirable, parece, pero en su idioma natal. Como inmigrante es difícil, uno hace lo que puede aún dominando el idioma. ¿Y el país que acoge, cómo la lleva? Tolerancia, paciencia, comunicación, herramientas de sobrevivencia básicas que hasta ahora han funcionado, ¿pero hasta cuándo? ¿hasta cuántos?
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