El otoño finalmente llego a Valencia. Al menos en mi edificio, algunos aprovecharemos hasta el último momento para cerrar las ventanas. Es así como surge el chisme y, quiera yo o no, me entero de lo que pasa a mi alrededor. De este modo apareció Elena, una niña de no más de diez años quien vive dos pisos abajo del mío; la vi una vez, saliendo del elevador. Todas las mañanas, a eso de las siete, se escucha un grito agudo y aterrador que informa a la vecindad que empieza un nuevo día. Elena. En las noches, a partir de las 8:30 y en ocasiones por más de una hora, la cena se convierte en un verdadero martirio para todos. Llantos y súplicas entre bocado y bocado, amenazas, gritos, hasta manazos he llegado a escuchar. Elena ya no tiene hambre, no quiere más. El padre insiste, presiona, la tensión pasa de la mesa al resto del edificio. El hermano le hace burla, pero tampoco come. La abuela calla, impotente. Recién mudada a este departamento supuse que Elena era una niña malcriada y quejumbrosa a quien el estresado padre le tenía poca paciencia. Con el tiempo me di cuenta de que aquí hay más, por supuesto, soy testigo renuente varias veces a la semana. Yo creo que Elena es una niña infeliz y lo expresa de la única manera que una niña puede hacerlo. Creo que Elena preferiría abordar cada día sin gritos o amenazas y que, en el fondo, Elena no acaba de entender qué es precisamente lo que está haciendo mal. Aunque mis síntomas eran distintos, Elena me recuerda a mí a esa edad.

Lo anterior viene a propósito de octubre, mes de la salud mental. Como alguien que lleva tiempo asociada con el tema, no puedo echar más porras al respecto y celebrar que con este son 51 años desde el inicio desde esta campaña de concientización y esperanza para todxs. Entre otras cosas, los avances y descubrimientos en la relación entre mente y aparato digestivo, por ejemplo, ya que al parecer sí somos lo que comemos. No se tiene que estar loco para hacer psicoterapia, es más, es signo de cordura entender y aprender a manejar tanto nuestras emociones como la reacción que provocan ante los desafíos y obstáculos de la vida diaria; modificar y actualizar mecanismos de defensa. La Cura Hablada es el método tradicional y mi favorito porque no solo desenreda el cerebro, sino que además me proporciona las herramientas necesarias para mantenerlo más o menos así. Por lo general llego a terapia bastante irritable, con el cerebro neblinoso, trabajando de mala gana entre telarañas y polvo. Mi terapeuta me escucha, me cuestiona, me ofrece alternativas. No siempre termino la sesión de buen humor y realmente es lo de menos, lo importante es el desahogo que me proporciona un espacio seguro donde echar pestes o llorar mis penas. Además, nunca falta mi renovada dotación de trapos viejos, quita polvo, desinfectante e insecticida para combatir a los bichos que suelen anidar en esa parte de mi cabeza.

Elena estará bien. Su “Abu” es amorosa y paciente, se llevan bien. Pronto llegará el día en que pueda expresar, con palabras, eso que le impide ser feliz. Al padre sí que lo mandaría a psicoterapia, pero esa es otra historia, no estoy para juzgar. Por lo pronto recordar que se vale equivocarse, estar mal, tener miedo o desolación, el mundo no está para menos. Un bañito con burbujas, un buen libro, una caminata, un atardecer, algo bonito nos proporciona siempre ese espacio mentalmente saludable que nos permite seguir, con todo y a pesar de.

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