Leía yo el otro día que existe un mito en internet que dice que la canción número uno del año que cumplí 14 es la que define mi vida. Don’t Go Breaking my Heart. Elton John y Kiki Dee. Explica tanto. Ni siquiera recuerdo si me gustaba esa rolita tan bailable que, por cierto, llevó por primera vez a Sir Elton a alcanzar un primer lugar en su nativo Reino Unido. En español se destaca Jamás de Camilo Sesto. Cursi. Cursi. Cursi. Con razón. Y no es que me disgusten los intérpretes, mas ¿que se puede esperar de este par de canciones en particular?

Investigué un poco mas y, resulta que la lista de éxitos del ano incluye muchos y claros recuerdos: Diana Ross, Paul McCartney & Wings, Doobie Brothers. También por estas épocas la música disco sonaba por todos lados: Donna Summer, Phyllis Hyman, Chicy, muchos otros artistas que pasaron a la historia sin pena ni gloria. Empecé a escuchar música mucho antes de entenderla, de realmente identificarme con letras de abandono y sufrimiento romántico. Nos pasa a todos. La música en casa, en la radio, en tiendas y centros comerciales, en fiestas. Pero para los 14 ya empezaban a distinguirse mis gustos musicales. De “sensibilidad posh”, escuchaba a Mario Vargas a través de quien conocí a muchos artistas que siguen siendo mis favoritos. Carly Simon me viene en mente, Harry Nilsson. Música con la que podía identificarme no a través del baile sino sus letras. Total que después de mucho pensar y analizar he logrado entender por qué es tal mi afición a la música disco: me llega a los pies y no al cerebro. La música de los 80s, en cambio, azotada y filosófica, me llego a un nivel más cerebral e inclusive hay rolitas que, hasta la fecha, despiertan en mí sentimientos encontrados. Los 80s, estarán de acuerdo, fueron muy intensos.

Uno de los pocos temas en los que médicos, psicólogos, sociólogos y demás expertos están de acuerdo es que existe una etapa de la vida llamada adolescencia, en lo que no coinciden es en cuánto dura. Y no me refiero a los cambios físicos que son obvios y bien conocidos, sino a los emocionales y psicológicos con los que sufrimos todos los involucrados. Los años rebeldes. Mucho tiene que ver con el desarrollo del lóbulo frontal y otros tantos tecnicismos en los que no soy experta. Lo que sí puedo afirmar es que esta parte del cerebro no termina de desarrollarse sino hasta los veinte. Un argumento muy interesante es el que propone la doctora en neurociencia Sarah-Jayne Blackmore, quien afirma en su libro “Inventing Ourselves: The Secret Life of the Teenage Brain” que la edad más peligrosa en esta etapa son justamente los 14 años. Aquí los impulsos, las emociones y, el riesgo vs consecuencia empieza a definirse y la presión de grupo pesa mucho más que el castigo de los papás. Y como éste hay muchos, empezando por el clásico de Erikson. Yo fui adolescente tardía. Entre los 14 y los 21 yo quería bailar: hustle, disco, funk, soul, R&B, pop. Hasta la fecha. Pero es un hecho que a los 14 bebí mis primeras cubas con resultados catastróficos e hice del fumar un pasatiempo regular. Mi primer beso también se dio por estos tiempos.

Yo les recomendaría hacer este ejercicio. Mito o no, curiosear entre la música de mi adolescencia -mis grandes éxitos- es como leer la descripción de mi signo zodiacal, aprender del Tigre chino, unir cabos, encontrar sorpresas y, lo más importante, bailar como si nadie estuviese viendo.

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