La relectura es uno de los momentos de placer más intensos que una persona puede experimentar y advertir que para ser feliz también se necesita de un buen libro. Los libros y los perros son los mejores amigos del hombre y de la mujer. Ambos son fuente de experiencias y recuerdos que sólo desaparecen con el Alzheimer. Son magníficos acompañantes, y cuando releemos se afirman de nuestro lado. Tal es la experiencia que he tenido con la novela de Arturo Pérez-Reverte, La tabla de Flandes, publicada por Penguin Random House en octubre de 2019, aunque la primera edición es de 1990. Con todo respeto, aseguro que es una historia que no envejece, y no se sorprendan si termina siendo un clásico. Además, no tengo dudas de que es una novela cuyo estilo nace de lecturas cuidadosas, precisiones milimétricas en el proceso narrativo y un amor por la escritura que seguro surgió del corazón. Una buena novela sólo se consigue con una profunda creencia en sí mismo, y Pérez-Reverte lo deja muy claro.
Por encargo de Menchu, una madura galerista que le encantan los muchachos, la joven Julia restaura una pintura del siglo XV, La partida de ajedrez, de Pieter van Huys. Trabaja en la soledad de su casa y bajo una capa de pintura, descubre una inscripción, ¿Quién mató al caballero?, que le despierta una profunda curiosidad. Consulta a Álvaro, profesor de Historia del arte, que fue su amante, relación que terminó un año antes. Él se compromete a investigar sobre el cuadro. Menchu ve la posibilidad de ganar más dinero con eso y César, un hombre maduro y protector de Julia, se queda desconcertado. Si usted ve el cuadro en Internet, encontrará dos nobles que juegan ajedrez y una dama que lee y observa a los contendientes. Julia conoce los nombres de los tres y la relación entre ellos. Sabe que uno es sacrificado por un arquero mientras paseaba al anochecer. Pero, ¿quién lo mató? La restauradora recibe la noticia de que Álvaro ha sido asesinado en su casa y poco después le llega un sobre con información sobre el cuadro. Lo trajo una mujer rubia, bien vestida y con impermeable. En la novela llueve con frecuencia y también hay neblina.
Julia queda aterrada. César, que odia a Álvaro, le pide que no se preocupe, que el tipo se lo merecía, sobre todo por la manera como la trató. Ella no está de acuerdo pero aguanta porque Cesar, que es anticuario, es como su padre. Menchu y su novio Max le dicen que tranquila, que debe seguir. Belmonte, el anciano dueño del cuadro, le expresa que lo siente, pero que debe continuar, porque necesitan subastar el cuadro. Julia presiente que la clave de las muertes, del personaje y de Álvaro, está en la partida de ajedrez, sobre todo porque recibe una tarjeta donde le proponen el siguiente movimiento. Julia no juega ajedrez. César la lleva al club Capablanca donde encuentran a Muñoz, un ajedrecista que siempre deja que le ganen. Le cuentan, acepta ver el cuadro y, a partir de aquí, la novela se convierte en una disección de la personalidad ajedrecística del victimario(a), que a usted le encantará, y desde luego, querrá jugar una partida con algún amigo, antes de buscar al autor, que nació en Cartagena, España, el año en que en Nueva York se inauguraba la sede de las Naciones Unidas, que ahora mismo está mostrando su inoperancia, mientras niños y jóvenes mueren en una guerra absurda. La tabla de Flandes le enseñará que las buenas novelas no cumplen años, y desde luego, que más vale (re)leer que lamentar.