Fue mágico. Sala Manuel M. Ponce a reventar. Estuvimos Myriam Moscona, Rosa Beltrán, Mónica Lavín y yo en el presidium. Veía las caras de hombres, mujeres y niños con atención extrema. Y es que lo que contó Myriam no era para menos. Imaginen, estuvieron en el mismo primer taller literario de cuyo nombre no quisieron acordarse. El caso es que vimos a ese par de jóvenes pelo lacio, pelo rizado, tras la puerta del único bar que vieron abierto. Fue como ingresar en un sueño del que jamás saldrían porque ambas son excelentes escritoras. Luego se embarcaron en un barco chiquitito y poco les importó que los víveres empezaran a escasear. Mónica, asertiva que es, aprendió de la poeta y novelista el principio calvineano de que la narrativa no la comanda la voz, sino el oído. El ritmo, nada menos. Fueron abuelas el mismo día y por supuesto que compraron el ropero y el llavero. Aparte del gran cariño que le tiene, Myriam dejó claro la acuciosa capacidad de trabajo de la protagonista que ese mediodía caminó segura por una alfombra roja flotante.
¿Sabían que Mónica Lavín y Rosa Beltrán presentaron su primer libro el mismo día publicado por la misma editorial? Además, amadrinadas por Josefina Vicens, la única escritora del mundo que ha publicado un libro vacío. Lo reveló Rosa, y también exaltó la amistad con Mónica y las 11 mil maneras en que se han apoyado en esta profesión de incertidumbres. Nos confió que es muy competitiva. Tremenda. Puso de ejemplo una reunión que no ha sucedido con un personaje de La más faulera, con quien nuestra amiga mantenía una rivalidad cazada. Destacó la formalidad de Mónica, su creatividad y el manejo de la obsesión en el tratamiento de temas tan complejos como la pérdida de los padres. Supongo que ya leyeron Últimos días de mis padres, una novela que nos sumó en dos sentimientos. El desarrollo cuidadoso de la novela y claro, el tema. ¿Quién dijo que el tema no es importante?
Además de nosotros cuatro, estaba llena la sala. Lo repito. Había gente de Comala, Macondo, Yoknapatawpha, Guasachi, Ciudad Fenicia y las islas Aleutianas. Veía sonreír a Humboldt, la Güera Rodríguez y la Tía Chofi. Don Alex había nombrado al lugar Ciudad Mónica pero los feos lo cambiaron por Ciudad de no sé qué. Llegaron también funcionarios públicos, funcionarios privados, funcionarios a secas, periodistas, fotógrafos y un chico llamado Tomás, que brindó sonrisas que Mónica anotó en su corazón.
Platiqué cómo Mónica y Leonor trataban de tintes de pelo, maquillaje, ropa, comida española y de cómo mover el abanico. También del impacto que tuvo en nuestros días Yo la peor, la novela de Mónica que nos acerca a sor Juana desde su niñez, de su decisión de no casarse e ingresar al convento de las Jerónimas. Verán cómo confiesa que no es Sigüenza quien conversa con la monja con una reja de por medio, sino ella misma, que utilizó el túnel del tiempo que le prestó Rosa, de cuando fue a conocer a Iturbide. Amigas para siempre. ¿Sabían que Mónica Lavín tenía un terreno en la Luna? No les miento, leí las escrituras. Cada que nos topábamos exponía. Amiga, para qué quieres ese solar, falta mucho para colonizar la Luna. Pues que le gustaba porque crecían bien los sahuaros y estaba cerca un restaurante donde cocinaban una machaca que no tenía madre. Pues eso. Fue un acto donde la amistad tenía todas las claves y era todos los rostros. Después de que Mónica firmó libros, nos fuimos cerca de La Sorpresa a comer, beber y admirar a la duquesa.