Élmer Mendoza

Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett

Tal parece que a través de cada página la autora nos acerca tanto a nosotros mismos que no pocos pudiéramos caer en una profunda tristeza o en un asombro temeroso cuyo nombre desconocemos.

Élmer Mendoza
03/08/2023 |00:00
Élmer Mendoza
autor de OpiniónVer perfil

La novela, como género, sirve para entretener. Al menos eso confesó Cervantes, padre de la novela moderna, un tanto sorprendido, cuando advirtió que su Don Quijote despertaba numerosas inquietudes que nada tenían que ver con su intención original. Mientras leía Lo que no tiene nombre, novela de Piedad Bonnett, publicada en su segunda edición en México, por Alfaguara del grupo Penguin Random House, en mayo de 2023, sentía una vibración en cada línea que me sacudía cada vez más fuerte, cada vez más reveladora de que esta novela es infinita, que recorre todos los caminos del pensamiento y de la percepción de una poeta y novelista que se internó en un túnel oscuro, el más oscuro para, como dice Luis García Montero en la cuarta de forros, “habla(r) de la fragilidad de cualquier vida y de la necesidad de seguir viviendo”.

Piedad Bonnett es colombiana y una de las escritoras más reconocidas por la intensidad de su obra. La novela que nos ocupa es un desprendimiento humano y poético que deja flotando no solo la imagen que nos brinda esta mujer de pelo corto, sino la luz que se pierde en sí misma o el bosque que rodea la casa donde Leonor y yo nos refugiamos del verano candente de nuestra tierra, y donde leo esta historia del corazón. Usualmente, cada novela resulta un agregado a lo que somos y a las perspectivas que los tiempos ocultan tras los días, pero Lo que no tiene nombre es un espejo de Alicia, una consideración de que habitar este mundo significa acompañar en sus pérdidas a personas con las que quizá nunca conversaremos, pero a las que nos unen los pasos que esta colombiana genial ha cincelado para siempre en nuestros corazones.

Hace más de una década que lo que Bonnett cuenta sucedió. Me respondo, mientras permito a un par de pinos añejos entrar por mi ventana, que me ha calado hondo porque lo que he leído no es una confesión, sino esa parte incomprensible en la vida de todos que nos tardamos tanto en reconocer. Tal parece que a través de cada página la autora nos acerca tanto a nosotros mismos que no pocos pudiéramos caer en una profunda tristeza o en un asombro temeroso cuyo nombre desconocemos. Pues sí, como lo señala Piedad, no tiene nombre, aunque percibo que ella intentó crear una palabra que no petrificara, según expresó, pero como las suyas, debía salir del corazón.

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“Un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas”, afirma Piedad Bonnett, y desde luego que tiene razón. No obstante, debo reconocer que es una peculiaridad que se transmite a los lectores, sobre todos aquellos que ponemos por delante nuestro corazón cuando leemos una novela que no es solamente un discurso bien estructurado, sino el desprendimiento de una escritora que no temió hurgar en sus entrañas. Lo que no tiene nombre es un gran libro donde una numerosa comunidad ha encontrado respuestas. Quizás a preguntas que no nos habíamos hecho, pero que se ocultaban en algunos latidos a los que ya sabemos, no podremos nombrar. Los pinos me dicen que la mítica Route 66 está próxima, pero al ver nuestros rostros pensativos optan por brindarnos el aroma de su amistad. En el proceso puedo decir que acompañaron a Piedad Bonnett las voces de Peter Handke, Rafael Cadenas, Imre Kertész, Vladimir Nabokov, Raymond Carver y varios más. Ahora estará también acompañado por ustedes, que leerán su libro y le enviarán abrazos cariñosos, como una linda prueba de lo importante que es estar unidos.

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