La salida de Afganistán y los homenajes a las víctimas del 11 de septiembre de 2001 marcan el fin de una era. Al presidente Biden (demócrata y católico) le tocó cerrar un ciclo que abrieron los republicanos (protestantes fundamentalistas e integristas católicos). A fines de los setenta del siglo pasado los Estados Unidos apoyaron al fundamentalismo islámico en diversas partes del mundo para equilibrar la expansión del “socialismo real” que impulsaba la ahora extinta Unión Soviética. En Afganistán, aliados con los talibanes y Al-Qaeda logran derrotar al Ejército Rojo y a los comunistas locales en 1996, instaurándose el régimen talibán, donde predominaba la etnia pashtún.
Con el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono quedó demostrada la peligrosidad de esta estrategia política, que afectó la seguridad nacional de este país y de sus aliados europeos. El fortalecimiento de las variantes fundamentalistas del islam implicó la radicalización y consolidación de opciones radicales con las que no era viable ninguna negociación. En este proceso, los Estados Unidos se lanzaron a una aventura bélica que benefició al complejo industrial militar y a las grandes corporaciones, pero que implicó además severos problemas económicos, afectando particularmente a las minorías (hispanas y afroamericanas, entre otras). Los aliados del segundo presidente católico tienen una agenda muy precisa y están convencidos de que hay asuntos que no les interesa.
La agenda de derechos civiles es un tema que involucra notablemente a los afroamericanos, quienes, a 150 años de la abolición de la esclavitud, se sienten discriminados. Los hispanos, mayoritariamente católicos, quieren reunirse con sus familiares y legalizar a millones de “sin papeles” que viven aterrorizados por la deportación. Los asiáticos, descendientes de quienes en su momento “se las jugaron” con los Estados Unidos en sus aventuras imperiales en la península Indochina y coreana, se sienten discriminados y rechazados. Los musulmanes, que son alrededor de 10 millones, padecen discriminación y son vistos como “sospechosos” de ser terroristas. Los judíos, en su mayoría progresistas, están interesados en seguir viviendo en Estados Unidos y no están de acuerdo con las políticas de la derecha israelí. Los católicos blancos de origen europeo (irlandeses, italianos, alemanes) no están interesados en seguir viviendo la moral puritana de los WASPs (Blancos, anglosajones y protestantes) que además los mantienen en posiciones económicas y sociales subalternas. Todos estos votaron por Biden y Harris.
Los cubano-americanos, los hispanos de derecha, los judíos ultraortodoxos, los conservadores protestantes y los católicos de derecha apoyaron a Trump y perdieron las elecciones. La retirada de Afganistán y el cambio de la política internacional de los Estados Unidos es resultado del agotamiento de la estructura económica norteamericana y Biden se debe a sus votantes, por ello se mueve en otros proyectos. La presencia del cardenal Sean O’Malley en Cuba, la apertura del diálogo sobre Venezuela en México, el “vacío” en torno a Bolsonaro, la apertura hacia Argentina, el no involucramiento en el desmantelamiento del pinochetismo en Chile y en general el cambio de rumbo en la política latinoamericana de los Estados Unidos es resultado de la percepción de un profundo fracaso de la política internacional de los Estados Unidos, después de la euforia de la caída del Muro de Berlín (1989) y la descomposición de la Unión Soviética.
La consolidación de los países del socialismo asiático (China y Vietnam) y de los “tigres asiáticos” (Corea, Taiwán y Japón) que compiten con los Estados Unidos y Europa ha llevado a un nuevo proyecto en los Estados Unidos basado en el fortalecimiento de sus minorías, que cada vez son más y han rebasado a los WASPs.
En este contexto, no podemos perder de vista el papel de la diplomacia vaticana, quien, por razones estratégicas y políticas, está interesada en respaldar a Biden y fortalecer movimientos progresistas en América Latina, a la luz del rotundo fracaso de los proyectos conservadores. La presencia del cardenal O’Malley en la Habana y la visita del secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, a México en junio de este año, no pueden pasar desapercibidas. El papa Francisco está armando su juego y no podemos descartar una visita a Estados Unidos, Cuba y México para “reordenar” el tablero continental y desmantelar los últimos vestigios de la Guerra Fría que todavía subsisten en América. En una propuesta político religiosa “donde todos caben”, donde “todos somos hermanos”, al margen de las ideologías, como propuso en Fratelli Tutti, su última encíclica.