La Iglesia Católica llegó a América como institución de estado. Los conquistadores confiaban en el papel de los misioneros para afianzar su empresa colonial y los primeros autos de fe se aplicaron contra indígenas quienes, a pesar de conocer el cristianismo, persistían en sus creencias ancestrales, como fue el sacrificio en la hoguera de don Carlos, el cacique de Texcoco.

Durante toda la Colonia española se pasaba lista para garantizar que los pobladores cumplieran con sus obligaciones religiosas, asistir a misa semanal, confesarse cada año y casarse por iglesia, además de cumplir con ofrendas a los sacerdotes. Se impuso así el sacramentalismo, según el cual se cumplía con los sacramentos, y sus correspondientes pagos, pero no necesariamente estaban convencidos de que ello tenía un sustento espiritual.

La historia de la Colonia podría escribirse narrando los juicios inquisitoriales de quienes dudaban de sus convicciones religiosas, la Iglesia inscribió el delito de blasfemia contra Dios y la Iglesia.

Ya en el siglo XIX los liberales insistieron en implantar la libertad de cultos, y que lo religioso quedara en el marco de la voluntad individual, de la conciencia de los feligreses y que no fuera un delito contra el estado, que aplicaba el terror contra los librepensadores. Los conservadores seguían la Tradición católica y los liberales pugnaban por modernizarla, los conservadores exigían que toda la sociedad acatara, sin cuestionamientos, los mandatos clericales.

En la segunda mitad del siglo XX, la Iglesia Católica tomó conciencia de la crisis estructural, muchos bautizados y pocos practicantes, muchos sacramentos cumplidos y escasas convicciones. Trataron de remediarlo en el Concilio Vaticano II (1963-65) y en la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968), proponiendo buenas ideas, que fueron sistemáticamente boicoteadas por los jerarcas religiosos, poco dispuestos a perder privilegios y menos interesados en la ruptura con las oligarquías locales.

La Jerarquía católica se enfrentó a tres adversarios formidables: los católicos convencidos de que debían transformarse, exigiéndole asimismo que cambiaran; los agnósticos y ateos quienes ahora sí podían dar la cara sin temores inquisitoriales y los evangélicos que denunciaban la superficialidad, frivolidad y relajamiento doctrinal de los jerarcas.

Durante el pontificado de Juan Pablo II y Benedicto XVI los jerarcas le apostaban a que ya envejecidos, “las ovejas regresarían asustadas” por el temor al Infierno, muy pocos regresaron y la mayoría de los disidentes se fueron con los evangélicos y muchos asumieron que “no creían en Dios y menos en los curas”, mientras que otros “creen en Dios (de los católicos), pero no en los curas”.

El resultado que tenemos, ya iniciado el Nuevo Milenio, es que las nuevas generaciones no tienen miedo de expresar sus opiniones en materia religiosa, más aún, le exigen a sacerdotes, pastores y religiosas vivir de acuerdo a lo que proponen, a lo que dicen, e incluso condenan. Lo más notable es la expansión de lo sagrado. La naturaleza, los animales, un mundo sin contaminación, el cambio climático, los pueblos originarios y las nuevas minorías se han transformado en sujetos que exigen respeto.

Los sistemas de valores se han reformulado y no son los mismos que preocupaban a los baby boomers y la generación X. Las relaciones familiares se han transformado, los hijos son conscientes que no podrán seguir el destino de sus padres, muchos saben que su futuro es incierto, tienen temor a tener hijos y que vivan la misma zozobra que ellos mismos. Comparten una profunda desconfianza de los ministros de culto pues las redes sociales los tienen al tanto de sus excesos y errores.

Las nuevas generaciones están interesadas en construir su propio futuro y esperan que los adultos sean modelos de comportamiento y de sentido. En estos contextos, quienes están interesados en una vida espiritual desean vivirla de acuerdo con sus convicciones, no quieren que les den consejos, pues las palabras “se las lleva el viento” y muchos hablan “de los dientes para afuera”, perdonan los errores, pero no el cinismo del doble lenguaje.

Las nuevas generaciones juegan con las cartas arriba de la mesa, el desafío lo tienen los ministros acostumbrados al misterio de gestos que sólo ellos entienden. Quienes logren construir lenguajes y proyectos adecuados ganarán el respaldo y la confianza de las nuevas generaciones. Sin olvidar que “muchos son los llamados y poco los escogidos”.

Doctor en antropología, profesor investigador emérito ENAH-INAH

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