Como tantas cosas surgidas de la humanidad, la fe es un poderoso recurso al que las personas pueden recurrir. Sin embargo, como la misma humanidad, puede ser un instrumento que contribuya al beneficio de las personas y su sociedad o para detrimento de ellas.
Alfred Tennyson
No nos engañemos, la fe no se quedó relegada al cajón olvidado de la historia con las cruzadas. Actualmente la fe mueve a millones de personas para combatir la discriminación racial, la inequidad de género, la ignorancia sobre el cambio climático y las brechas de desigualdad en todo el mundo. Al mismo tiempo puede servir como fundamento para discursos de odio, ataques suicidas, destrucción de patrimonios históricos y como instrumento de propaganda de muchos regímenes.
En el caso de nuestro país, la fe inquebrantable se ha vuelto instrumento de política pública, prueba de honestidad indudable y, por supuesto, argumento indiscutible para combatir las voces disidentes que cuestionan al gobierno y muestran sus fallos y contradicciones, algunos de dimensiones descomunales.
El discurso oficial, sumido en miles de afirmaciones no comprobables y ataques a cualquier voz disidente o crítica, tiene uno de sus pilares en la fe. No se trata de una fe tradicional o común, sino de mezcla del determinismo histórico clásico de la izquierda con la fe hacia el hombre infalible, iluminado, el caudillo necesario que tanto arraigo posee en Latinoamérica, todo enfocado en el actual primer mandatario y su discurso.
Este fenómeno no es privativo del grupo en el poder, al que me resisto a categorizar como “de izquierda” por su conservadurismo rígido y el abandono de las banderas que esta posición política debe enarbolar en todo el mundo, pero sin duda los partidarios del actual gobierno destacan en su decisión de abrazar esta forma de discusión, o mejor dicho de cancelarla.
Esta actitud parece extraída de la unión entre el viejo principio propagandístico que dicta “ si no se comunica no existe” y un autoritarismo cercano al ur-fascismo de Eco, tiene por objeto la doble acción de acallar las voces disidentes y sus datos duros, los que se invalidan por acción de la fe perenne en el líder y su proyecto, así como sostener la creencia en la que nada anterior a la actualidad fue bueno, por el contrario, vivimos tiempos extraordinarios de avance democrático, social, económico y, por la pandemia, de salud, lo cual hace pensar a la grey que se encuentran a la vanguardia latinoamericana y mundial.
El efecto nocivo de mayor trascendencia que esto encarna es la división irreconciliable que se ha asentado en nuestra sociedad. De una forma parecida a Argentina, por ejemplo, en donde la figura de Juan Domingo Perón sigue siendo motivo de enconos y enfrentamientos profundos e impide más de medio siglo después de su fallecimiento un proyecto realmente nacional e inclusivo.
Algo parecido ocurre con el obradorismo, cuya fe al proyecto de la llamada transformación está profundizando la división ya existente en México. La noción antidemocrática de nosotros y ellos como proyectos y grupos irreconciliables ha afectado al país de tal forma que, es muy probable, que los mexicanos sigamos enfrentados enconadamente por mucho tiempo y que el desarrollo del país se ralentice de forma severa en las décadas por venir.
La intención es anular, o al menos reducir a su expresión más ínfima, uno de los principios fundamentales de la democracia: el disenso.
La fe no acepta discusión ni prueba alguna, la sola existencia de una voz discordante amenaza el plan que roza lo divino que la alimenta y empuja. La fe es monolítica por obligación para poder sobrevivir.
Bajo este principio moral el disenso es herejía y el cuestionador un sacrílego. Basta con publicar un dato, ser colaborador de un medio incómodo, o cuestionar alguna aseveración con datos duros, muchas veces provenientes del mismo gobierno, para ganar un lugar en la mañanera de cada miércoles o una descalificación del alto pontífice guinda.
Como resultado de esta forma de abordar la política y el gobierno, la fe ciega y sus formas de actuar ha permeado a las personas que no son parte del círculo rojo de la política mexicana. De forma parecida al fenómeno histórico que rodea la figura del general Juan Domingo Perón lo hico en el sur, la “cuarta transformación” y el líder religioso que la encabeza ha dividido a las familias, los barrios, los estados de la república y las amistades.
La seguridad que da el estar en el bando divino y sublime permite que la retórica pierda su significado, que los datos siempre olviden algún aspecto esencial o sean falseados por los blasfemos y tildar a todos aquellos que cuestionan el rumbo del país tras décadas de lucha por la democratización como apóstatas de la verdadera senda a la gloria divina.
¿Cómo se puede construir el tan necesario debate nacional para, por fin, lograr avanzar en el desarrollo y a equidad?, ¿qué se puede obtener en desarrollo económico o social de tomar un mantra y repetirlo para, acto seguido acusar al que lo cuestiona de traidor a la patria y su destino manifiesto?
Para poder reestablecer el debate nacional es necesario dejar de creer que tenemos la verdad, con mayúsculas. Esa es una verdad de Perogrullo pero no deja de ser una verdad. Las radicalizaciones siempre terminan en un quebranto del pacto social y provocan retrocesos profundos.
Es hora de dejar el manto de la Jihad y el escudo de la cruz a un lado y empezar a debatir, hasta los profetas se equivocan y corrigen. Aún estamos a tiempo de dejar la fe y trabajar con la realidad.
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