En la década de los años ochenta del siglo pasado, específicamente en 1988, me tocó acompañar a mi padre, un funcionario federal de rango medio que no estaba afiliado al partidazo tricolor, a votar en las elecciones presidenciales. Había elegido votar por el Frente Democrático Nacional y su candidato, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas. Esto a pesar de ser parte del gobierno y de saber que, desde Gobernación, se podía gestar un fraude monumental y gracias a que era un hombre que poseía memoria y valor cívico para cuestionar el sistema.
Ya como adulto me tocó la oportunidad de ver de primera mano el funcionamiento de una democracia electoral fundada en la autonomía de institutos y tribunales. Una democracia imperfecta, demasiada acotada por la partidocracia y con un alto costo económico derivado de la necesidad de combatir la desconfianza que 70 años de dictablanda de un partido hegemónico había enraizado en el alma de los mexicanos.
Una democracia que, pese a esto, se las arregló para arrebatar a los partidos y gobiernos el control directo de las elecciones y estableció garantías mínimas en contra de las funestas elecciones de estado.
Así, para el 2018, se podía decir que nuestra democracia nos colocaba en un lugar mucho mejor que en el que nos encontrábamos en 1988, 1994 y cualquier otra elección del siglo XX. Ya sabíamos que siempre iban a existir áreas de oportunidad, pero, al menos, teníamos las reglas claras y éstas se fuse habían afinando con el paso de cada elección.
Las diversas reformas constitucionales y legales que ocurrieron para ir ajustando las reglas del juego y, en especial, el papel del árbitro, estuvieron impulsadas poderosamente por los cuestionamientos de la oposición, en especial por el ex priista, ex dirigente del PRD, fundador de MORENA y vencedor en la elección presidencial de 2018, Andrés Manuel López Obrador.
El ejemplo más famoso de esto lo constituye la cadena de acciones-reacciones y consecuencias que derivaron de la intervención incorrecta y poco democrática del entonces presidente, Vicente Fox, en las elecciones de 2006 y que fuera contestada por un sonoro “cállate chachalaca” de parte del candidato de la izquierda, candidato que parecía que podía hacerse con el triunfo en esa elección y cuya furia por perderla continúa vigente.
Tras perder la presidencia hace 16 años, AMLO y sus seguidores enfocaron sus esfuerzos en presionar de muchas formas para que esto, entre muchas otras cosas, no sucediera nuevamente y las elecciones fueran más justas y se redujera la manipulación del poder presidencial, -de gobernadores, funcionarios de primera línea y muchos más, también- en la percepción de la ciudadanía que acudía a votar.
Sin embargo, ya acomodado en la silla del águila, el otrora líder de la oposición dio un giro de 180 grados y desconoció el funcionamiento y ventajas del sistema electoral mexicano condenándolo como un todo, en lugar de tratar de mejorar su desempeño y capacidades con nuevas reformas específicas.
Con su sonsonete de la austeridad con el que supuestamente maneja su gobierno (que se ha transformado en el pozo sin fondo de la opacidad, en el que se pierden decenas de miles de millones de pesos sin una clara explicación), el Presidente Andrés Manuel López ha dedicado mucho tiempo y energía de sus primeros años de gobierno a derruir el sistema electoral, más que en construir un mejor sistema para los mexicanos, para ahora querer refundarlo con una serie de reglas y condiciones que van desde regresivas al viejo régimen priista original hasta ocurrencias nunca realizadas, más que en regímenes que no se pueden clasificar como democráticos.
Tomemos otro botón de la propuesta presidencial: la elección por medio de voto popular de los consejeros electorales nacionales y los magistrados de las diferentes salas del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Dejemos de lado que este método vulnera la autonomía del poder judicial, o que ningún país demócrata del planeta usa este sistema de selección de sus autoridades electorales, por ser el que menos garantiza la idoneidad de las personas que ocuparan dichos cargos, al someterlos a un vulgar concurso de popularidad en lugar de un proceso en el que se tome en cuenta conocimiento, preparación, trayectoria, experiencia y compromiso de independencia ante partidos y poderes fácticos, legales e ilegales.
El gran problema en este caso, como en diversos puntos de la propuesta, que ya presentó presidencia a través de su naciente partido de estado, se miente al decir que de esta forma será el pueblo quién elija a las mencionadas autoridades. Y es que se puede leer en la propuesta dada a conocer por los legisladores neopriistas guindas, es decir morenistas, que los candidatos a dichos puestos solamente podrían competir si son incluidos en las listas que elaborarían por parte del poder judicial, el legislativo y, por supuesto, el ejecutivo.
En otras palabras, en lugar de que se presente cualquier persona al proceso de selección de consejeros del INE, tal y como ocurre en la actualidad, para ser entrevistados por un comité de expertos y luego ser votados en el pleno legislativo se propone que los grupos de poder político y en el gobierno elijan a las personas que, supuestamente deberían controlar sus tropelías en materia de elecciones y derechos político-electorales.
No se me ocurre una mejor forma de establecer un vínculo perverso y sombrío por parte de los grupos en el poder, por medio del cual se sometan a las autoridades a su plena voluntad, excepto la designación directa por parte del dedo seleccionador del gran elector presidencial.
Algo parecido sucede con la propuesta de convertir todas las candidaturas al legislativo en listas plurinominales, que compitan en una sola y gran circunscripción electoral nacional, ya que las listas nunca se han hecho con criterios de representatividad étnica, de género, o preferencia sexual sino de conveniencia de mafias políticas, excepto cuando autoridades como INE aplican la ley sin miramiento para que así suceda.
Y como esto, en cuanto se ponga en la mesa la propuesta de discusión oficial final, podremos atestiguar cómo el poder presidencial se empeña en transformar el sistema electoral, no en uno más democrático, sino en uno que sea más centralizado, controlado por el presidente y que garantice la continuidad de un solo partido, quizá un solo grupo de poder dentro de ese partido, por décadas.
Es un futuro sombrío para las elecciones, sin duda, en el que seguramente muchos hijos acompañarán a sus padres a emitir un voto de rebeldía contra el nuevo partidazo.