Durante más de un siglo la palabra dictadura ha marcado la historia y política de Latinoamérica. Nos llevaba a recordar la lucha del movimiento 26 de julio, el bombardeo del palacio de la Moneda, los Falcón verdes en las calles y las pañoletas blancas en la cabeza de madres y abuelas que buscaban, y buscan, a sus familiares desaparecidos.

Dos cosas caracterizaban esas dictaduras: surgían de movimientos emanados de las fuerzas armadas de cada país y, en su mayoría, tenían una fuerte relación o patrocinio por parte de los Estrado Unidos, resultantes de las estrategias que desplegaban durante la guerra fría para mantener su esfera de influencia.

Por fortuna, la oleada democratizadora que inicio en la penúltima década del siglo XX barrió lentamente este fenómeno fuera del escenario cotidiano, aunque siempre ha sido una ominosa sombra que amenaza las democracias de nuestra región.

Sin embrago, la reducción de la amenaza de los golpes de estado y la toma del poder político por parte de las tropas y sus generales ha cedido su lugar central de principal amenaza a la vida democrática de las naciones de nuestro continente a una amenaza mucho más insidiosa y difícil de definir para el ciudadano de a pie, con la consecuencia de que es mucho más difícil de contrarrestar y cuestionar que un movimiento de tropas que asaltan un palacio de gobierno.

Se trata de lo que podemos denominar Democracia Populista Autoritaria (DPA), un tipo de régimen que, en nombre de los pueblos, las causas de los olvidados y la democracia popular directa conducida por el Estado, deja en manos del hombre fuerte del país el destino de millones, generando sátrapas de mayor o menor tamaño y éxito.

Por lo que hemos //atestiguado en las últimas décadas, no hay país ni sistema político totalmente inmune a esta plaga surgida la demagogia, que se alimenta las ansias de poder de un grupo, la visión mesiánica de un líder carismático y la seguridad que sus fines justifican todos los medios utilizados entre aquellos que abrazan su causa de forma incondicional.

Desde Washington hasta Buenos Aires este fenómeno ha ocurrido durante las últimas dos décadas y media en un gran número de países de América. Cada caso reviste características específicas derivadas del entorno constitucional, legal, político, económico y social de cada nación durante las últimas dos décadas y media pero siempre dejando tras de sí polarización, confrontación, daños institucionales a los sistemas democráticos, empobrecimiento de la economía y el debate y, en los perores casos, guerras civiles de baja intensidad.

Y aquí es donde entra la pregunta, ¿cómo es posible que prosperen estos regímenes que, al igual que las asonadas militares que campearon a nivel continental por siglo y medio, solo dañan a nuestras sociedades?

Razones hay tantas como casos, sin embargo, podemos aventurar dos características esenciales constitutivas de este tipo de fenómenos: 1) Efectúan una apropiación/perversión de las luchas y discursos progresistas, y 2) Su fidelidad a un “ideal” los lleva a realizar un sistemático ataque y desobediencia a todo marco legal que no les sea útil para llegar a sus fines, en especial la de los liderazgos que dicen encarnar la sagrada voluntad del pueblo, con lo que se justifica cualquier acción.

Con la unión de estos dos pilares se puede alcanzar el poder absoluto, reventando los límites que marcan la lucha política tradicional.

Ejemplos recientes hay muchos: Evo Morales, tras reelegirse y reformar la constitución se negó a acatar la voluntad de la sociedad expresada en un referéndum para su salida del poder; nuestro presidente, cuando le parece correcto demanda a sus contrincantes cumplir la constitución pero la ha violado decenas de veces y ha tratado de gobernar por decreto y propia voluntad, y el más reciente caso, Pedro Castillo buscó disolver el congreso del Perú, imponer toque de queda y gobernar a decretazo puro hasta que se reformara la constitución que, muy probablemente, establecería un balance de poder que le beneficiaría sin solucionar el dilema de gobernabilidad de aquél país.

De hecho, este último caso marca claramente la frontera entre las democracias populistas autoritarias y las verdaderas izquierdas progresistas de nuestro continente.

En un lado del espectro los gobiernos de Chile, Colombia y el presidente electo de Brasil expresaron el apoyo a la democracia, a los derechos humanos y al diálogo entre las fuerzas políticas. Con esto establecieron una posición clara en favor de una democracia liberal que permita el debate, no esgrima una sola verdad y permita la lucha política.

Por su parte, en el otro extremo del espectro de la “izquierda” latinoamericana, el depuesto presidente Evo Morales -quién intentara en su momento un auto golpe de estado semejante al de Castillo-, evitó condenar al expresidente peruano pero ostro preocupación por la crisis que desató en su país; el “segundo presidente más popular del mundo” expresó su posición en términos absolutos, recurriendo a su discurso polarizador y confrontativo, asegurando que el aspirante a golpista de Lima era víctima de un complot racial en su contra.

No vale la pena mencionar nada que diga al respecto el dictador Díaz-Canel o su contraparte venezolana, las dictaduras no entran en la categorización de la DPA.

La gran preocupación, a mediano plazo, es que esta oleada de caudillismos arropados en las DPA puede arrastrar la región a una nueva etapa de enfrentamientos fratricidas, como ocurrió en el siglo XIX, pero haciendo uso de una fachada democrática para perpetuarse en el poder. Como si la idea del partido de estado hegemónico que aparentaba ser democrático impulsada al PRI en México hubiera germinado en diversas latitudes.

Sin embargo, lo que determinará el verdadero rumbo de México, Perú, Argentina, Colombia, Chile y demás estados nacionales de Latinoamérica será el involucramiento de sus sociedades civiles para actuar como dique de contención de los apetitos populistas.

De eso hablaremos más adelante.

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@HigueraB
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