El cierre del 2024 trajo una más de las frases presidenciales que se recuerdan con una mezcla de emociones: incredulidad, molestia, duda del conocimiento del emisor y, por supuesto, la fuerte sensación de que nos consideran a todas y todos, los mexicanos unos pobres ignorantes y cooptados.
La frase, en la que se plantea que México es -quizá- el país más democrático sobre la faz de la tierra por el desastre de la elección político judicial, me ha llevado a preguntarme porqué el ausente AMLO y su sucesora se empeñan en mentir y destruir en partes casi idénticas lo poco logrado en materia de democracia electoral y diseño institucional del nuestro país.
Me parece que el elemento que une estas acciones, que ya van para su séptimo año, tiene el denominador común de lo que podemos llamar el miedo autoritario.
El miedo es una de las emociones básicas y primarias de la humanidad. Se le representa como una angustia o sensación desagradable ante la anticipación de un daño, real o imaginario, que puede provenir tanto del presente como del pasado y el futuro.
Su influencia se hace sentir en individuos, grupos, ciudades o naciones y es por esto que ha sido objeto de análisis y estudio por parte de un gran número de filósofos, politólogos, sociólogos y analistas a través de la historia.
Todorov, Hobbes, Levitzky y Ziblatt, Fonseca, Montesquieu, Robin y muchos más han visto la influencia del miedo y su uso como herramienta/hecho político, así como muchas de sus consecuencias. No es raro que en estas reflexiones se llegue a la conclusión de que la inestabilidad que genera el temor social suele provocar una urgente necesidad de certidumbre en las sociedades y sistemas políticos. Por esta razón, se le encuentra en la base de muchos sistemas autoritarios, populistas y, por supuesto, en aquellos que han llegado al totalitarismo.
En nuestro país hemos visto de forma clara que el miedo, en diferentes configuraciones, es uno de los ejes que mueven la política y el gobierno en los tiempos actuales, como parte de la república populista autoritaria en que vivimos, así como de la narrativa del grupo que se encuentra en el poder.
El miedo de estos tiempos es muy particular. Miedo a que se señalen los errores, a que se vean las incongruencias y falacias, miedo a los datos duros y, en especial, miedo a la incertidumbre democrática que siempre incorpora la posibilidad de tener que dejar el poder y sufrir las consecuencias de los propios actos como gobierno y autoridad, miedo a no tener la razón siempre o a no ser un bloque monolítico.
Todas estas fobias impulsan al actual gobierno, su antecesor y su “movimiento”. De igual forma, son acicate de la oposición y muchos sectores de la sociedad. Sin embargo, el que más nos afectó en 2024 es el que la actual clase política dominante tiene al futuro. Por eso, será recordado como el año del miedo a la democracia en México.
Nuestro país transita de una república partidocrática a una populista autoritaria, evolución lógica subyacente a las reformas y avances en materia electoral que se dieron en la transición. Nunca se mostró una apuesta real a la democratización de México por parte de la clase política mexicana, algo que se acompañó de una ceguera acuciante entre comentadores y analistas de cada cambio, incluyendo las posibles consecuencias. Esto ocurrió especialmente en medios, donde evitamos profundizar en esas aguas. Mea culpa.
Dos elementos son claves en este proceso en que parece evidente la reactivación de la dictadura partidista, ambos relacionados con el miedo certero a la incertidumbre de una democracia electoral, el miedo autoritario.
Por una parte, el factor AMLO genera una diferencia específica con respecto al proceso de democratización partidista que se vivió durante 32 años en México, que resultó en la derrota del primer partido hegemónico en el 2000. El segundo, democratizar o apostar por el autoritarismo son caminos generan inercias y estás son difíciles de detener.
Sin duda, la distinción entre ambos momentos históricos se centra en que el liderazgo del expresidente y su capital político, que siguen siendo enormes, llegando al 61% de aceptación a unos días de dejar Palacio Nacional y en un poco creíble +70% de su elegida. Es probablemente, incluso comparado con la presidenta electa, la persona con más influencia, poder y fuerza política del país a pesar del silencio de semanas en el que ha caído.
Se le menciona en muchos post, videos y actos de gobierno y sus voceros. Y ni qué decir de las “mañaneras del pueblo”.
Tal situación genera una gran diferencia con el proceso político que sacó al PRI de los Pinos a inicios de siglo. En aquella elección el partido tricolor estaba debilitado, se vivía un proceso democratizador inédito y el oficialismo no tenía liderazgos caudillistas de alcance nacional, como sucede hoy día. En cambio, MORENA es un aparato político que se encuentra en su estadio de liderazgo personal, lo cual cuadra con un posible nuevo Maximato, y con una “nueva” clase política voraz y sin límites. Increíblemente, parece ser que los priistas de fines de siglo tenían más pudor que la hegemonía guinda.
El aparato actual sirve para que, cada vez más, el presidente caudillo haga su voluntad y los contrapesos desaparezcan o sean cooptados, con impunidad y sin respeto a leyes o derechos de minorías, de propios y extraños. La misma y mal llamad reforma judicial, es nan buena prueba de ello.
Eso a pesar de que todo está sostenido de alfileres, al parecer. AMLO es una especie de garantía de poder y triunfo hasta ahora, pero su salud y permanencia cada vez menos segura impulsa a sus “seguidores” a establecer un marco que garantice continuidad, poder e impunidad, algo fácilmente observable en el accionar legislativo.
No solo existe una profunda aprensión de los congresistas oficialistas en cumplir, sin discusión ni cambiar una coma, lo que decide el líder, además existe el incentivo de certidumbre para su futuro, más allá de su permanencia. Miedo a que el régimen cambie y se transparente lo hecho.
Desaparecer organismos revisores, destruir la poca impartición de justicia que hay en México, sustituyéndola por un sistema político, con una metodología poco democrática, en el que se busca elegir a juzgadoras y juzgadores, con una proceso que fomenta ser intervenido no es otra cosa el reflejo de su miedo a quedarse solos y sin la sombra protectora de su cabecilla.
Esta lógica fóbica a la incertidumbre democrática también ayuda a entender mejor las muchas más acciones acumulativas en el imaginario, por lo tanto propagandísticas, que han ocurrido en este sexenio. Al final, el INE, INAI, COFETEL, SCJN, CONEVAL y los demás ya casi extintos poderes y organismos de control sirven para dar certeza al ciudadano, pero generan miedo al poder por su potencial de revelar la realidad y cuya consecuencia se traduce en un esfuerzo activo y permanente para ocultar la verdad.
El modelo es claro y se ha repetido alrededor del mundo en diferentes épocas. Sea un Trump conspiranoico, sea un Maduro que evita mostrar una sola acta de su supuesta reelección y se arropa ante el dictamen fraudulento de un triunfo ficticio, sea un Bolsonaro que busca radicalizar a Brasil para acabar con el liderazgo de Lula, o Nicaragua que persigue periodistas por mostrar los excesos del régimen, vivimos una época de gobiernos y doctrinas que revelan el miedo autoritario a la transparencia, la rendición de cuentas y el disenso, es decir a los fundamentos de la democracia.
Y en México, un presidente que, desde su ágora unipersonal de cada mañana prefirió decirle adversario y corrupto a un comunicador que encontrar a quiénes intentaron asesinarlo, atacar a los poderes republicanos que no se someten o perpetuar el control personal del país incluso sobre su sucesora, es el fundamento del miedo autoritario de nuestras tierras y tiempos.
Y en México, el período del temor autoritario parece iniciar apenas, veamos qué más trae el 2025.
#InterpretePolitico
@HigueraB