“¡Plagiario!”, fue el reproche que hizo el poeta Marcial en contra de Fidentino, en la Roma del siglo I. Esto debido a que el segundo recitaba públicamente epigramas del primero, pero atribuyéndose su autoría. En consecuencia, Marcial se valió de la expresión “plagio” (que en esa época significaba “secuestro de esclavos”) para denunciar el robo de sus obras. A partir de entonces, se usa tal palabra cuando hay una indebida apropiación de la autoría de las creaciones ajenas.

Veinte siglos después, ahora en México, se hace el mismo reproche a una ministra en funciones, lo cual ha cimbrado a dos de las más importantes instituciones de nuestra vida democrática: la SCJN y la UNAM. Por eso, vale la pena entender qué es el plagio a la luz de los derechos de autor.

Aunque existen abogados sumamente formalistas que niegan que la figura del plagio exista en México, bajo el espurio argumento de que nuestra Ley Federal del Derecho de Autor no contiene esa palabra, lo cierto es que el plagio es un ilícito muy importante en la materia. Como en la mayoría de leyes del mundo, aunque expresamente no se use el vocablo “plagio”, la conducta la tenemos claramente regulada desde hace décadas.

De hecho, tal palabra forma parte del vocabulario coloquial y técnico en materia de derechos de autor, como nos demuestra el respectivo glosario de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, al definir el plagio como: “el acto de ofrecer o presentar como propia, en su totalidad o en parte, la obra de otra persona”. Incluso, en lenguaje ordinario, esa es la principal acepción de “plagiar”, según la RAE: “copiar en lo sustancial obras ajenas dándolas como propias”.

En materia jurídica, el plagio es una violación a dos derechos de autor: al derecho patrimonial de reproducción (pues se copia una obra, en todo o parte, sin permiso del autor), pero, sobre todo, al derecho moral de paternidad/maternidad (se desconoce al verdadero autor, pero engañosamente se hace creer que la obra es propia). Estos dos derechos se regulan, tanto en la ley actual, como en la ley vigente al momento en que la ministra Esquivel se graduó.

Las tesis son obras literarias, por lo que gozan de protección autoral desde el momento en que se escriben, sin necesidad de registrarse ante la autoridad administrativa de derechos de autor (así lo contemplan nuestras leyes desde 1947), de manera que están protegidas frente al plagio.

El plagio de tesis que ahora nos ocupa es lamentable. Los dichos recientes de la maestra Martha Rodríguez Ortiz no hacen más que evidenciar un intento de engañar. Además del caso Esquivel, está documentado que la profesora dirigió varias tesis plagiadas. O era una asesora que no leía los textos bajo su responsabilidad, o tenía una memoria tan débil que la descalifica para el trabajo académico, o, peor aún, a sabiendas permitía que sus asesorados plagiaran con descaro. Cualquiera que sea la respuesta, hay una malpraxis sistemática y reiterada que justifica su despido.

Sus débiles dichos (por incongruentes y por provenir de parte interesada), no son suficientes para destruir la presunción legal de autoría de la que goza Edgar Ulises Báez conforme al a. 15.1 del Convenio de Berna (es autor quien publica primero la obra bajo su nombre), y contradicen la documentación administrativa en poder de la FES Aragón.

Regresando a Roma, Marcial terminó su reproche diciendo que, aunque los epigramas eran suyos, Fidentino los recitaba tan mal que, en verdad, parecerían que fueron creados por éste. Las explicaciones de Rodríguez Ortiz son tan malas, que sólo confirman la deshonestidad que impregna este lamentable caso.

Profesor de Derecho Autoral en la Facultad de Derecho de la UNAM

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