El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) acaba de publicar el informe Desarrollo humano y COVID-19 en México: desafíos para una recuperación sostenible. En esta publicación se reflexiona, con base en evidencias sólidas, los efectos que tendrá la pandemia en cuatro ámbitos del Estado mexicano: salud, educación, ingreso y género. Especialmente, el informe se centra en analizar los efectos que el país experimentará en términos del crecimiento de las brechas de desigualdad social que separan a los mexicanos más y menos privilegiados en estos cuatro ámbitos. Por la relevancia social de este informe me propongo escribir dos artículos, basados en la información del texto antes referido: el primero, que describe el impacto general que tendrá el COVID-19 en el desarrollo humano de los mexicanos y, un segundo, que analizará los efectos de la pandemia en el ámbito de la educación.
El texto parte de una premisa, aceptada mundialmente, que establece que las desigualdades entre las personas comienzan a temprana edad y que sus efectos son acumulativos y transmitibles de una generación a otra. En otras palabras, pareciera que vivimos un fatalismo social e intergeneracional que se puede expresar de otra manera: “origen es destino”. Por supuesto, nadie acepta este fatalismo como un principio inamovible, menos los agentes gubernamentales; aceptarlo, sería tanto como darse por vencido antes de intentar cambiar el destino de las personas más desfavorecidas y claudicar en el derecho que tienen todas las personas de mejorar a lo largo de la vida y de una generación a otra, y en la obligación que tiene el Estado de asegurar dicha movilidad social. Sin embargo, la realidad se ha encargado de mostrarnos, reiteradamente, que reducir las desigualdades sociales solo es posible si los países logran tener una mejor educación, donde todos los niños, niñas y jóvenes logran ingresar y permanecer en la escuela, así como aprender y dominar sus contenidos curriculares. Lo anterior, dando por descontando que todos tengan acceso a una alimentación suficiente y a servicios básicos de salud.
Medido con en el Índice de Desarrollo Humano (IDH), México se encuentra en el lugar 76 entre 189 países, lo que indica que el 60% de las naciones se encuentra en condiciones inferiores y el 40% en mejores condiciones que nuestro país. Hay que decir que el país avanzó progresivamente en el pasado en el IDH, aunque se estancó a partir de 2015. Particularmente ayudó a mejorar este índice el incremento del número de años de escolaridad esperados para las nuevas generaciones, lo que el PNUD considera una “capacidad básica”. Sin embargo, este mismo programa considera que el país no ha avanzado en lo que se conoce como “capacidades aumentadas”, que son el producto de distintos avances en las condiciones de vida (tecnológicas y económicas) y que permiten que la población tenga acceso a servicios de salud y educación de calidad o excelencia. A pesar de que se ha mejorado la provisión de servicios básicos para la población mexicana, su calidad ha sido insuficiente, condición que ha impedido avanzar en una mejor y equitativa distribución del ingreso, dejando en condiciones de desventaja económica a los más vulnerables: pobres, indígenas, discapacitados y mujeres.
La desigualdad de ingresos está determinada por la movilidad social que, en teoría, debería de obedecer al esfuerzo y mérito de cada persona y no tanto, como sucede, a sus orígenes de nacimiento ya sean étnicos, sociales o biológicos. Como bien lo señala el PNUD, “…quienes nacen en posiciones de mayor desventaja poseen pocas posibilidades de superar su situación, y quienes se encuentran en una posición privilegiada tienen reducidas las probabilidades de perder su estatus.” Por ello, una proporción mínima (e inaceptable) de personas del campo logran que sus descendientes tengan un mejor estatus laboral.
Bajo las condiciones de la pandemia, estas personas no tienen la posibilidad de trabajar desde casa, por lo que se reduce drásticamente su ingreso de sobrevivencia en momentos de confinamiento o, bien, se exponen a trabajar en condiciones que implican un alto riesgo de contagio. Por otro lado, las personas que tienen una mejor educación y acceso a la tecnología, podrán trabajar o estudiar en casa. En México, el porcentaje de personas con acceso a Internet es cercano a 65%. Aunque la mitad de los hogares mexicanos cuenta con al menos una computadora personal, es insuficiente para atender las necesidades de una familia de cuatro miembros que necesiten, cada uno, hacer teletrabajo y educación a distancia.
Por lo anterior, el acceso a la tecnología digital se convierte en un factor que contribuirá significativamente a agrandar las brechas de desigualdad social. En el próximo artículo analizaré el impacto que esta condición de confinamiento y falta de tecnología tendrá en el ámbito educativo, de acuerdo con el informe del PNUD, antes referido.
@EduardoBackhoff